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Cajta de cartón

UN CUENTO DE 

Traducción de 

Eran las 14.09. El aire estaba glacial y blanco. La reunión de negociación que por “misión” -según el término empleado por mis empleadores- tenía que transcribir comenzaría recién en 21 minutos. Tenía algo de tiempo antes de tener que penetrar por esa gran fachada trasparente, que parecía demasiado pesada para ser de vidrio, hasta la recepción donde debía esperar “al cliente, tras registrar mi identificación ante el PC Seguridad”.

Me detuve, busqué mis cigarrillos en mi bolso y luego, mientras encendía uno, miraba distraídamente la puerta giratoria de entrada: los golpeteos lentos, pesados con esas especies de aspas que ofrecían -desde donde yo estaba- fragmentos de asalariados, reflejos invertidos del cielo y destellos intermitentes del arreglo de flores Ikebana que se veía a lo lejos, atrás, en las pálidas profundidades de la “recepción”. Más allá de algunos detalles, parecía el montaje de uno de esos videos “corporate” de tres minutos, alabando “la ética del Grupo a nivel internacional”, que se proyectan incesantemente en los costosos monitores ubicados frente a los sillones de cuero negro, como en el que, veinte minutos después, me habría de sentar.

Esta condición de asalariada me había acostumbrado desde hacía bastante tiempo a atravesar los barrios de negocios de Île de France que, aunque diferentes, según su grado de alejamiento geográfico de los distritos 8vo y 9no de París -cuanto más uno se aleja del corazón financiero de la capital, menos suntuosos y elevados parecen ser los edificios-, terminan siempre por fundirse en una misma atmósfera gris metalizado, saturada de open spaces con alfombras nuevas, olores a cableados informáticos y cuchicheos atareados. Ahora bien, allí, en el patio triangular de la sede del Grupo ***, había en el aire algo extraño que no lograba identificar... ¿Qué era? Después de abandonar la recepción, miré a mi alrededor. Todo parecía normal. Si bien estábamos en el exterior, ese afuera no era sino una especie de extensión del ambiente interior de las oficinas (flotaba, frente a esa entrada, cierta tensión “productiva” y concentrada en “objetivos”, igual que en los open spaces), con una única diferencia, no obstante, que el aire helado aceleraba un poco más el paso de los “colaboradores” por las veredas circundantes.

De repente, el sol -que, a esa hora de la tarde, se desvía lentamente del sur hacia el oeste, detrás del inmueble- comenzaba a atravesar el espeso estrato de nubes. Eso acentuó de un golpe la textura de la bruma que flotaba en la ruta; y de esta bruma tan blanca se desprendían solamente los volúmenes irisados de los buildings más espectacularmente diseñados de esa parte de la ciudad, las sedes sociales de los “grandes Grupos del sector aéreo”, en su mayoría. El resto de los edificios -especialmente una pequeña sucursal del correo, donde recordaba haber ido, dos meses atrás, a retirar 20 euros- estaba como borrado del espacio. Entrecerré los ojos, intenté distinguir su techo, al que recordaba sensiblemente más bajo que el de los edificios lindantes, pero no alcancé a ver más que una difusa línea pálida y atenuada.

Giré la cabeza hacia la izquierda y, más allá, hacia el eje vial que se inclina hacia París y la avenida del Pont de Sèvres, a la altura del Boulevard Periférico. Pero allí, esa parte de Issy-les-Moulineaux provocaba una impresión completamente distinta. El espacio parecía vacío, cubierto por la niebla. De él se desprendía algo así como un abismo horizontal, una especie de agujero blanco. Si bien desde donde yo estaba no podía ver la inmensa superficie de césped del helipuerto, se sentía su vacío monumental que resonaba y se propagaba sobre la totalidad del aire libre; la atmósfera se revelaba cruda, desnuda, ilimitada. Pero muy pronto, mi mirada quedó imantada, capturada, por la inmensa torre del Grupo A*** que reinaba sola en ese vacío aéreo. Los reflejos azul noche que se adherían a la totalidad de su altitud, la falsa redondez de su cima, todo eso -sin que yo supiera cómo- me dio la sensación muy precisa de que esa torre, en realidad, era un mirador.

Tuve una sensación fugaz de vértigo. Aplasté el cigarrillo y busqué algún lugar para sentarme; había un macetero de cemento pulido gris antracita; me desplomé sobre el reborde. Pero sentí algo contra mi espalda; era la frágil rama del arbusto plantado en ese macetero. Estiré instintivamente mi mano hacia su tronco para asegurarme de que estaba vivo pues acababa de tener una extraña impresión, vagamente plástica; ese tronco era frágil, irregularmente recubierto con una especie de liquen, pero que no era sino el depósito verde grisáceo de la contaminación ambiental; había una contradicción violenta, vital, entre su delgadez y la cantidad exponencial de sus hojas. Y, mientras más observaba el arbusto, más veía aumentar las imágenes de su crecimiento artificial en invernaderos, los de las múltiples sociedades de nombres opacos que habían adquirido, replantado, transportado hasta este “servicio de lujo” ofrecido a los Grupos interesados en recibir a sus “clientes internos y externos en un entorno cualitativo”.

Sentí de repente que alguien arremetía contra mí. Era el joven asistente de RRHH del Grupo ***. Como todos los altos ejecutivos con los que me cruzaba, llevaba sobre su traje oscuro una parka azul marino con capucha adornada con piel; en el cuello, la identificación del Grupo se mezclaba con una chalina finamente rayada de colores primarios. No parecía del todo cómodo con esa ropa, como si, muy a su pesar, la sintiese como un disfraz impuesto por los valores de su función. “Qué gusto verla”, me dijo con un fulgor vagamente seductor en la mirada. Le agradecí y le pregunté el motivo de la reunión de negociación cuyo orden del día no había recibido. “Oh, disculpe, se lo mando ahora”. Tecleó en su smartphone. “En realidad, vamos a empezar a discutir el proyecto Stronger together”. Al mismo tiempo que sonaba una notificación en mi teléfono -seguramente el mencionado orden del día-, continuó: “Vamos a proponerles a nuestros asociados un proyecto de ruptura convencional colectiva[1] de las funciones de apoyo.” Le pregunté cuántos puestos estarían afectados. “Unos cien”.

Debió percibir algo en mi mirada porque intentó tranquilizarme inmediatamente: “No se preocupe. El Grupo lo va a hacer bien. Todo el mundo saldrá ganando. ¡Además confío en usted para redactar un acta de negociación perfecta!” En su rostro colgaba una sonrisa interrogadora. Nuestras miradas se detuvieron la una en la otra durante largos segundos. Finalmente rompió el silencio: “Bueno, nos vemos después, entonces”. Lo miré desaparecer con paso alegre y siempre afectado tras la puerta giratoria de la recepción. Encendí un segundo cigarrillo y dejé que mi mirada vagara por el asfalto.

Escuchaba cada vez más personas que volvían de su hora de almuerzo; conversaban y fumaban antes de volver a sus “puestos de trabajo”. Al igual que las negociaciones que había ya transcripto para el Grupo ***, flotaban en el ruido ambiente los mismos acrónimos opacos, aquí y allá, con la palabra “management  mucho más clara y tintineante que las otras”. El patio donde nos encontrábamos estaba sumido en la sombra del edificio. Mientras me preguntaba por qué el sol, que estaba siempre detrás del inmueble, no lograba traspasar ese laberinto de cristales, fijé mi mirada en el suelo negro. Me di cuenta entonces de que este estaba satinado con un revestimiento extraño que jamás había visto, ni siquiera en los distritos financieros más experimentales de París. En realidad, el suelo estaba suavemente ondulado con muy pequeños relieves; me agaché para tocar algunos con la punta de los dedos; estaban fríos.

Miré mi celular: eran las 14.19. Todavía escuchaba distraídamente fragmentos de conversación que se agitaban e intenté descubrir, a través de algunos detalles, si esos “colaboradores” que estaban terminando sus cigarrillos se verían afectados por el plan de despidos por venir. En ese instante, no había sino risas que le seguían, al parecer, a un chiste sobre el último “comunicado operacional”, “completamente inútil”. Mi mirada ociosa siguió vagando por las irregularidades del suelo negro, cuando se produjo frente a mí, al nivel de la ruta, algo muy sutil, que me hizo instintivamente levantar la cabeza.

El tráfico había disminuido repentinamente y la gran vía hacia el sudeste de Issy, detrás del edificio del Grupo ***, estaba casi vacía; este recibía entonces todos los rayos oblicuos del sol; el volumen total del aire, siempre impregnado de niebla, empezó a brillar de una manera que me pareció de nuevo anormal, inhabitual. Mirando más fijamente la avenida, me di cuenta de que lo esencial del centelleo provenía, por cierto, de la ruta misma, del asfalto. Me acerqué al cordón de la vereda y me incliné hacia adelante; mi torso pasó a estar al sol y, mientras sentía con placer cómo su dulce calor tocaba mi rostro, vi, atrapados en el negro del asfalto, algo así como una especie de diamantitos. Me incliné un poco más: eran fragmentos de vidrios “decorativos” y redondeados, sin duda destinados, según los diseñadores, “a crear puntos de luz atractivos sobre el monocromo urbano”. Era por lo tanto ese vidrio roto que capturaba la luz del sol y la difractaba en la atmósfera vacía y blanca de la avenida.

Me volví y observé de nuevo el suelo del patio del inmueble: estaba hecho con el mismo revestimiento. Las pequeñas protuberancias que había notado eran ese mismo vidrio al que la sombra espesa del Grupo *** impedía brillar. Continué examinando, fascinada, esas partículas negras, apagadas, cuando una violenta ráfaga de viento proveniente del Norte -cuyo poder se hubiese multiplicado por diez de haber invadido, cinco segundo más tarde, el inmenso espacio vacío del helipuerto- nos golpeó de frente; todo el mundo se inclinó; las capuchas ocultaron las cabezas; yo también me puse la mía mientras me dirigía hacia las aspas centelleantes de la puerta giratoria del inmueble. Eran las 14.27.

En el momento en que me acercaba a la entrada, sentí una mano que me tomaba del hombro. Era uno de los delegados de los empleados del Grupo ***. “¡Qué bueno verla! ¿Vio el orden del día? ¿El proyecto Stronger together? ¡Una verdadera mierda! Más ‘fuertes juntos’, eso quiere decir. Se nos ríen en la cara.” Iba a responderle cuando una mujer, también delegada de los empleados, surgió como una tromba y lanzó: “¡Al mismo tiempo, ‘más fuertes juntos’, es verdad! Hay que darlo vuelta y tirárselos en la cara. ¡Estaría bueno, no podemos más, se para todo!” Estas frases levantaron una ola de entusiasmo a mi alrededor, lo que me hizo descubrir que en realidad éramos muchos, en ese instante, ante la entrada: había delegados y delegadas de los empleados pero también las personas que había visto en sus tiempos de descanso, unos minutos antes.

El viento glacial soplaba siempre a nuestras espaldas y acentuaba nuestra impaciencia por entrar en el inmueble; nos metimos de a 5 o 6 en cada porción vidriada de la puerta giratoria; las risas y el calor se fundían. Y, cuando me encontraba contra una de las separaciones, me di cuenta de que, contrariamente a la impresión que había tenido al llegar, estas aspas transparentes no eran de acrílico o de otro “material innovador” sino de vidrio -como los fragmentos que, a mi derecha, del otro lado del follaje de cristales de la recepción, seguía viendo brillar en el opaco asfalto al sol. Muy pronto, nuestra numerosa presencia provocó un retraso, luego una avería de la puerta giratoria que se bloqueó; tres agentes de seguridad surgieron precipitadamente desde el fondo de la recepción, levantando las manos para prohibirnos avanzar más.

Y en ese instante -un poco como el narrador de lo que se volverá En busca del tiempo perdido, cuando tropieza con su primer “adoquín desigual y brillante, en un patio[2]”- sentí que los mundos giraban y se fusionaban a toda velocidad; las sensaciones que, sin embargo, no creía haber visto fundirse jamás de “ese lado” de mi vida (la condición de trabajadora, las errancias solitarias y angustiadas en el urbanismo de la gran capital de Île de France) salieron brutalmente a la superficie y me llevaron esos metros cuadrados de la entrada de la sede del Grupo *** en el torbellino sincopado y eufórico de revueltas que mi cuerpo -en el otro “lado” de su vida-, desde la primavera del 2016 y la lucha “contra la ley de trabajo y su mundo”, conservaba en sí, extremadamente vivaz, el recuerdo de la menor aceleración explosiva con la que nos lanzamos sobre las grandes vías del Este parisino.

Durante algunos segundos, la “ola” de esta sobreimpresión “me inundó”; todo convergía: la manera en la que colectivamente, con la fuerza de un solo ser, habíamos surgido en la perpendicular del vidrio de la fachada, en una línea ofensiva, penetrante y alegre -con un poder que parecía haber transformado el color del aire en una especie de mercurio acerado y brillante, rodeando con un halo todas nuestras siluetas cubiertas de negro; la niebla parecía ser humo arrojado por compañeros y compañeras que estaban atrás de nosotros. En un momento que no duró más que unos segundos, tuve la certeza de que nos íbamos a poner todos a romper los vidrios del Grupo ***.

Pero el que yo sabía que era el “jefe del PC seguridad” del inmueble ya estaba detrás de las aspas de vidrio y había accionado el mecanismo manual de la puerta giratoria; nos pedía entrar uno por uno en la “zona de recepción” “poniéndonos”, como precisaba, “los contratados de un lado, los empleados del otro”. Cuando llegó mi turno, tomó mi identificación, la observó unos instantes y me dijo, con un golpe de mentón que quería sin embargo ser amistoso y profesional, que me fuera a sentar “allá, al fondo”, en un sillón de cuero negro, en la profundidad de campo de esa planta baja de mármol. Iba para ahí lentamente, intentando acostumbrarme al silencio y al eco particular de ese lugar, que artificializaba más el suelo frío.

Mientras dejaba mi bolso en el canapé, pude escuchar, lejos detrás de mí, cómo llegaba, ahogada en los huecos de la banda sonora del clip corporate del Grupo, la voz del delegado de los empleados que me llamaba. Me di vuelta. Detenido frente a la segunda puerta giratoria interior del inmueble -que da acceso a sus siete open spaces-, estaba levantando los brazos para permitirle a un agente de seguridad “efectuar los controles de rigor”. Se elevó un poco para decirme con una gran sonrisa confiada: “¡Volveremos a buscarla en 10 minutos a lo sumo!”.

Asentí. Me senté y esperé.

 

[1] La ruptura convencional colectiva es un nuevo dispositivo, proveniente de la ley de trabajo 2, que permite organizar los despidos en masa, en menos de un mes, con una única obligación para el empleador, la de obtener un acuerdo con la mayoría de los asociados. www.guilleminflichy.com

[2] Proust, Contra Sainte-Beuve: “El año pasado, atravesando un patio, me detuve de repente en el medio de adoquines irregulares y brillantes. Los amigos con los que estaban temían que me hubiese resbalado, pero les hice señas de que continuaran su camino, que después me reuniría con ellos: un objeto más importante me retenía, no sabía todavía cual, pero sentía en lo más profundo de mí estremecerse un pasado que no reconocía; era poniendo un pie sobre el adoquín que había sentido ese desconcierto. Sentía una felicidad que me invadía y que iba a enriquecerla con esa pura sustancia de nosotros mismos que es una impresión pasada, de vida pura conservada pura (...) y que solo me pedía ser liberada, venir a acrecentar nuestros tesoros de poesía y de vida. (...) Tuve miedo de que ese pasado se me escapase. (...) Volví unos pasos hacia atrás para volver de nuevo sobre ese adoquín irregular y brillante, para intentar conectarme con el mismo estado. De repente, una ola de luz me inundó. (...) Toda la felicidad, todo el tesoro de esas horas se precipitaron tras esa sensación reconocida, y ese día revivida por mí.”

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