
Una frontera atraviesa el lugar. A veces se distingue el hito que marca su límite. Al fondo de una zanja una fuente de azufre líquido, atrapada en su propia escarcha y cuyas gélidas gotas, violentas, reventaron el suelo en una larga fisura que tememos franquear.
En edades perdidas me
sostenían una mano cálida y una mano de escarcha.
Ahora
desenredo sus dedos crispados
adherida al
borde de la línea porosa que tan mal me
separa del frío.
Nos ponemos paños gruesos, nos cubrimos para pasar. El aire congelado es irreconocible; endurece manos, ojos, tráquea; por todas partes levanta muros de escarcha.
Se acerca una mujer de gestos cortantes, de palabras gélidas en los labios. Es la guardiana del hielo que vela.
Nada me
protege del frío que me
acuchilla me trabaja desde
antes de los recuerdos
salvo yo misma.
Veladora incluso
atrapada en el gelisuelo
molida en el torno del aire glacial
buscando de la helada su poder de quemadura.
También ella carga con el tiempo.
Con sus manos enguantadas hace girar hielos siberianos, polares o patagónicos, tallados como lanzas.
Transparentes en la transparencia, las burbujas de aire incrustadas en el hielo exhalan, para ella, la edad de los glaciares.
Con manos desnudas
acaricio la escarcha
venida desde lejos o desde lo más
cercano a mí
nacida con el glaciar donde están
atrapados algunos sorbos de aire.
A cada paso se derrite
un poco
fluye en lágrimas
traslúcidas
desprendiendo mi pasado
enseñándomelo.