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Escuché decir, ya no recuerdo dónde, que la madre más joven del mundo fue una peruana que tenía cuatro años de edad al momento de dar a luz. No pudiendo imaginar, en este caso, que la penetración fuera consentida por la niña, fue por tanto potencialmente violada por un hombre cuando no tenía más que tres años. Cada vez que le cuento esta historia a mis amigos, tienen probablemente razón en decirme que es aberrante dada la imposibilidad fisiológica de una niña de ser madre antes de la pubertad. (Algunos pretenden, sin embargo, que una niña un poco mayor, una niña de ocho años, dio a luz, efectivamente). Pero si vamos más allá de la aberración para imaginarnos que el bebé de la niña de cuatro años fue igualmente una niña, y que esta dio a luz a la misma edad que su madre —algo que ocurre en ciertas familias—, la madre-niña se volvió abuela a los ocho años. A ese ritmo, la continuidad generacional es asombrosa: la niña-madre pudo ser bisabuela a los doce años, y tatarabuela a los dieciséis —estado genealógico que no nos sugiere nada, puesto que, para nosotros, las tatarabuelas jamás son de este mundo y, no habiéndolas conocido tampoco, ningún miembro de nuestra familia habla de ellas. La niña que da a luz a los cuatro años entra en la categoría de los datos improbables de los que me acuerdo, pese a todo, como el hecho de que treinta y dos estudiantes norteamericanos pudieran amontonarse dentro de una cabina telefónica cuando aún tales cabinas estaban en uso, o que un campeón de zapateo americano llegara a zapatear el piso veintiocho veces en un segundo, o que Rudolf Nuréyev, subido a un escenario, hiciera un salto de veinte metros. (Es lo que pretendió un día uno de mis profesores).

 

Algunos hombres son padres sin saberlo. Se acostaron con una mujer, la abandonaron rápidamente o bien fue ella quien dejó al hombre sin que nunca volvieran a verse. Y esos hombres no se saben padres, no lo sobrellevan mal.

 

Hay mujeres que, porque hicieron el amor con varios hombres en poco tiempo, no saben de qué hombre es el feto que llevan en el vientre. Lo sobrellevan entonces más o menos bien, y al mismo tiempo más o menos mal.

Hay hombres que mueren antes del nacimiento de su hijo. Esos bebés tienen como padre a un hombre muerto. Uno vivo lo reemplazará, tal vez, sin hacer mala cara a las funciones llamadas paternas.

 

Hay gente a la que le gustaría tener hijos pero que no lo logra. La culpa es de ellos, piensan. Los médicos comprueban esta suposición. Para estas mujeres u hombres, la imposibilidad fisiológica de tener un hijo puede revelarse dramática.

 

Hay hombres y hay mujeres, en varias configuraciones sexuales posibles —heterosexuales u homosexuales—, que adoptan niños. Y luego, ellos o ellas dicen de esos niños que son sus hijos. Ellos o ellas les confiesan a esos niños —cuando tienen la capacidad de entenderlo— que fueron adoptados, y generalmente no suele ser algo embarazoso; pero algunos padres adoptivos sienten vergüenza al decirlo. No sé si haya sucedido, aunque fuera un caso único en la historia de la humanidad, gente que tuviera un hijo naturalmente y al que le mintieran diciéndole que fue adoptado. Pero como no hay nada que no se haya visto, podemos imaginar la existencia de tales padres perversos. Sea como fuere, debe de ser un caso raro, ya que, si el niño se asemeja a sus padres, la superchería se devela y la historia se complica. Algunos padres, cuando se sienten ajenos al comportamiento de uno de sus hijos, bromean con la presunción de que aquel o aquella fueron adoptados.

 

Los enfermos tienen hijos. Por ejemplo, los neuróticos tienen hijos. O, aunque mucho menos grave, los engripados tienen hijos. A veces antes de enfermarse, los futuros enfermos tienen hijos. A veces no es sino después de enfermarse que las mujeres dan a luz —en algunos casos no es algo tan malo, ya que se curan y sus hijos no son afectados por ninguna enfermedad transmisible por uno u otro de sus padres. Pero hay padres que no están enfermos, o que aparentemente no lo están, y que transmiten algunas veces enfermedades genéticas a sus hijos. Y de esta manera, la enfermedad del niño pone de manifiesto la anomalía congénita.

 

Es ahora muy práctico y muy conocido: hombres a los que se les dice dadores de esperma tienen hijos con mujeres por transmisión in vitro. Estos pueden tener muchos hijos con muchas mujeres. Hay mujeres que llevan en su vientre hijos para otras mujeres que no pueden concebir. Hay hombres que tienen hijos con mujeres que quieren ser madres pero que no quieren vivir con un hombre, o por lo menos con ese hombre. En ese caso, el amor carnal puede asemejarse a un servicio. Es lo que hizo Gérard Filoche —conocido, entre otras cosas, por ser un político francés— que, a pedido de una de sus amigas lesbianas, le dio un hijo por vías naturales; lo que quiere decir que hicieron el amor varias veces juntos, tantas veces como fuera necesario para que la amiga quedara embarazada —un “bello gesto” de ambas partes.

 

Muchas mujeres dicen querer tener hijos; los hombres lo dicen menos. Unas cuantas mujeres solteras, al final de la treintena y durante la cuarentena, que tuvieron previamente una relación prolongada con un hombre sin haber tenido hijos, se sienten inquietas por el tiempo que corre: el tic-tac del reloj biológico las acerca inexorablemente a la edad en la cual ya no podrán traer hijos al mundo. Sus encuentros con los hombres están determinados por este vencimiento y, si necesitan, antes de acostarse con uno o con otro, sentirse seguras de que este será el padre del niño que ellas desean tener, corren el riesgo de permanecer largo tiempo en la soltería. Puede suceder que un hombre que tiene muchas ganas de acostarse con una mujer que se le resiste, para alcanzar su objetivo, se resuelva a prometerle tener un hijo con ella. El porvenir, para ellos dos, puede acarrear desilusiones.

 

El Nuevo Testamento cuenta que una tal María, virgen, tuvo un hijo en inmaculada concepción. Y que un cierto José, su marido, quedó pasmado. Según Bronislaw Malinkowski, en las sociedades matrilineales de los melanesios de las islas Trobriand —estudiadas por él a comienzos del siglo veinte—, la relación entre el sexo y el parto no había sido observada. De manera que en las islas Trobriand, las relaciones sexuales estaban únicamente ligadas al placer. Los testículos no parecían tener ninguna función, eran solamente bolas colgantes. Para estos melanesios, aparentemente, solo había madres, el concepto de padre no existía. 

  

Las mujeres llamadas parteras ayudan a otras mujeres a dar a luz a bebés llamados, en las horas y los pocos días luego de su nacimiento, neo-natos. A veces las parteras mismas dan a luz a humanos pequeños que llevaban en su vientre. En este caso, hay en la sala de parto una partera que hace su trabajo al lado de otra partera que pare y así una partera ayuda a otra partera a parir. En este caso, y excepcionalmente, no existe ninguna diferencia entre esta y cualquier otra mujer en cuanto a los esfuerzos físicos realizados al momento del parto. Puede ser que esta aproveche sus conocimientos del oficio para parir mejor que las mujeres que no se ocupan habitualmente de tal actividad. Sea como fuere, el oficio de partera forma parte de las profesiones en las cuales uno no puede atenderse a sí mismo, como es el caso de los cirujanos que no pueden operarse a sí mismos, de los guardaespaldas que no pueden auto protegerse, de los peluqueros que no se cortan ellos mismos el cabello (salvo aquellos que utilizan una maquinilla para raparse el cráneo o cortarse los cabellos muy cortos y de manera uniforme). Los cocineros, por el contrario, pueden hacerse la comida, los arquitectos pueden dibujar los planos de su propia casa, algo que a veces sucede. Los maestros, los profesores, aprenden mucho de las clases que preparan para enseñar a otros.

 

Casi todos los profesionales, toda la gente con un oficio, puede tener hijos. No veo qué profesión, qué ejercicio corporal o qué oficio impedirían tener un hijo, pero supongo que los hay. En el siglo diecisiete y dieciocho, principalmente, los ex niños cantores convertidos en castrati no podían, luego del corte fatal, tener hijos. En Nápoles, en el siglo dieciocho, cada año, el número de castrati aumentaba sin que hubieran sido traídos al mundo como tales.

 

Los desempleados tienen hijos. Muchos desempleados fueron profesionales antes de ser desempleados, pero otros no aprendieron ningún oficio antes de estar desempleados: solamente trabajaban. Si bien parece improbable que las oficinas de búsqueda de empleo estatales prohíban a la gente en situación de precariedad tener hijos, no me sorprendería enterarme. Fui un desempleado sin haber ejercido una profesión con anterioridad (no aprendí ningún oficio) y no tuve hijos. Cuando apenas era un veinteañero, una mujer con la que tenía una relación amorosa deseaba tener un hijo conmigo. Nunca quise tener un hijo y, de todos modos, me sentía bastante inmaduro en esa época como para convertirme en padre. Pues bien, esta reserva de mi parte fue una paradójica muestra de madurez.

 

Los rentistas tienen hijos. Los ganadores del loto tienen hijos, sin que consideren por ello a sus vástagos como fruto del azar. Sin embargo, no todos los que ganan el loto tienen hijos, ni tampoco todos los rentistas. Es posible que alguien que gane el loto, si él o ella ha sido siempre pobre, y que él o ella —no pudiendo asumir financieramente la responsabilidad de un hijo— se abstuviera hasta entonces de procrear, al momento de ganar el loto resulta que ya es demasiado tarde porque él o ella es demasiado viejo o demasiado vieja para tener un hijo. Precisamente, los ganadores del loto que tienen hijos los tuvieron antes de ganar el loto. O, si son aún jóvenes y sus hijos son también jóvenes, es posible que hubieran tenido hijos luego de haber ganado el loto. Sin embargo, esta gente no debe confundir sus ganancias en el juego con el carácter de sus hijos: como si se tratara, en este caso, de una lotería de niños: que sus hijos les salgan con mejores o peores atributos.

 

Hijo de puta es un insulto. Una vez lo escuché lanzado por unas prostitutas a un hombre que repelían. En realidad, no solo hay hijos de putas, también hay hijas de putas (filles de putes)[1]; las ocasiones en que se escucha proferir un insulto semejante —si es que es un insulto— son rarísimas. No conozco ningún hijo de prostituta, pero supongo que este origen no es fácil de conllevar. Si yo fuera un hijo de puta, supongo que se lo diría a todos, a menudo y sin vueltas, por pura provocación.

 

Conozco a la hija de un pastor. Conozco al hijo de un policía. Soy hijo de la secretaria de un médico y de un arquitecto.

 

La gente famosa tiene hijos. En este caso, hijo de famoso no es un insulto como en el caso de hijo de puta. Pero para el niño, a veces, que uno de sus padres o ambos sean famosos es también una carga social. Hubo artistas célebres que tuvieron hijos que se convirtieron ellos también en artistas célebres, como en la familia Brueghel, en la cual Pieter Brueghel el Viejo, pintor, tuvo como hijo al pintor Pieter Brueghel el Joven, y al pintor Jan Brueghel el Viejo. Este fue padre de Jan Brueghel el Joven, pintor y padre del pintor Abraham Brueghel. Pero, de la familia Brueghel, Pieter el Viejo es el artista más conocido, los que lo siguen no son más que florituras artísticas. Entre los Renoir, los hijos de Auguste, el pintor célebre, también célebres: Pierre por sus trabajos como actor y como comediante de teatro y de cine, y Jean por sus películas. Los miembros de las familias reales, sin poder remediarlo e irrevocablemente, descienden de celebridades, son celebridades, y eventualmente engendrarán celebridades. No obstante, la reina Isabel II de Inglaterra plantó árboles mucho más a menudo, en ocasión de ceremonias de inauguración de establecimientos, que hijos trajo al mundo. Pero, por mucho que otrora se les haya contado a los niños que nacían de un repollo, un brote del vegetal que sea, plantado en la tierra por una reina, no produce ni un príncipe, ni una princesa. Puede que haya gente que tenga padres célebres y a la vez hijos célebres, pero que ellos mismos no hayan hecho gran cosa. Esa gente es, de algún modo, un hiato. Los padres de un artista cuya obra es autobiográfica, si su retoño se vuelve célebre, se encontrarán, lo quieran o no, bajo alguna forma artística en las galerías o museos, o en el cine. Ocurrió en pintura con los padres de David Hockney, o en el cine con la madre de Jonas Mekas. Ciertos hijos de celebridades son poco conocidos, como Yo Savy, la hija de Marcel Duchamp. Otros son improbables, como Lois Laurel, la hija que Stan Laurel tuvo con Lois Nelson. La pequeña Lois vino al mundo a pesar de cualquier apariencia cinematográfica, puesto que en sus películas Laurel y Hardy se acuestan juntos muy seguido, juegan a ser un matrimonio entre ellos: disfrazándose recíprocamente en esposa del cómplice, puede suponerse que se dejaran llevar sin mayores problemas y tuvieran un hijo juntos ­—o al menos que lo intentaran. Pero, que Stan Laurel tuviera un hijo con Oliver Hardy habría sido, en realidad, un nacimiento más improbable que la existencia de la pequeña Lois, incluso mucho más que el alumbramiento de la peruana de cuatro años de la cual hablé más arriba.

 

Johann Sebastian Bach tuvo en primeras nupcias con su prima, Maria Barbara Bach, siete hijos. Con Anna Magdalena Wilcke, cuando estuvieron casados, Bach tuvo trece hijos. Si, al escucharla, su música parece compuesta sin dolor, es seguro que las señoras madres no habrán pensado igual de la progenie que engendraron con Johann Sebastian. Dicho sea de paso, Bach y sus dos esposas dieron algo así como doscientos seis mil setecientos días de vida a la humanidad; lo que viene a ser como quinientos sesenta y seis años compartidos de forma desigual: sumadas las vidas de cinco de sus veinte hijos que solo alcanzaron los seis días. Bach sobrevivió a once de sus hijos. Cuatro de sus varones fueron ellos mismos compositores musicales: Wilhelm Friedemann, Carl Philipp Emanuel, Johann Christoph Friedrich y Johann Cristian. Así, Johann Sebastian Bach trajo indirectamente al mundo un buen número de notas musicales que no compuso él mismo.

En Historia de mi vida, Casanova cuenta que estuvo por acostarse con su hija, a la que encontraba muy atractiva sin saber quién era. Pero cuando se dio cuenta, se abstuvo dolorosamente.

 

Los futuros padres saben en qué contexto van a traer un hijo al mundo; pero la mayoría no piensa en ese contexto. Un contexto, una situación difícil, pueden a veces frenar la decisión de tener un hijo, ya lo he dicho. Los hijos, ellos, deben descubrir todo, e incluso descubren que no tomaron la decisión de nacer donde nacieron y no en otra parte. Haber nacido en tal lugar es como tener que morir: es absolutamente irrevocable —con la única diferencia que, contrariamente al lugar de su nacimiento, es posible elegir el lugar para morir. Los padres de un dictador no saben más que aquello que ellos mismos fantasean sobre el porvenir de su prole, pero no pueden sospechar que traen al mundo a un ser que se volverá nocivo para miles, cientos de miles, y a veces millones de seres humanos. Estos padres no pueden por lo tanto salvar numerosas vidas ahogando a su retoño en la cuna, en un heroico gesto infanticida. ¿Es algo que harían si tuvieran conocimiento de causa? Es una pregunta que uno se hace a veces, sin encontrar respuesta. Aquellos que pretendieran haber matado a su bebé porque habrían comprendido el destino de este, serían internados por locos.

 

En el medio artístico, ser padre puede parecer una humillación o una alienación de la individualidad, la renuncia a los proyectos personales. Cuando veo a jóvenes que conocí como artistas empujando un cochecito de bebé, siento pena por ellos porque tengo la impresión de que han acabado con sus vidas artísticas ya que ocuparse de un hijo, ganarse la vida para mantener a una familia, acapara tiempo. Desde luego, no siempre es así, lo hemos visto con Bach, Duchamp y Laurel (los dos primeros señores, por lo que sé, no se ocuparon demasiado de su progenie).

 

A partir del momento en que un ser humano tiene un hijo, él o ella, es padre o madre. No es que sea innegable, sino que es irreversible, aun cuando un padre o una madre no quisieran saberlo y llegaran a olvidarse de que lo son. Por otro lado, hay niños que muy bien podrían ser confiados a la asistencia comunitaria; eso se hizo en el pasado y, por así decir, en estos casos algunos padres se olvidarían sin mayor problema de sus hijos y se encontrarían libres de familia. Si un padre o una madre comenten un infanticidio, él o ella no se dispensan de haber engendrado, sino que se convierten irrevocablemente en asesinos. Buenos o malos, los humanos que hayan engendrado no son padres de manera permanente —por lo menos en lo que atañe al lado bueno: resulta más fácil ser un mal padre todo el tiempo. Buenos o malos, la mayoría de los padres oscila entre ambos casos, y son pocos los observadores que puedan juzgarlos. A veces solo los hijos podrían dar cuenta de los malos padres que tuvieron, pero no se atreven a hacerlo. Un padre, una madre, sabe raras veces en qué cosa él o ella fue un buen padre o una buena madre; y parecería imprudente que un padre, una madre, presumiera de su conducta. Los padres, las madres, entienden mejor por qué fueron malos padres, pero algunos tapan ese tipo de consciencia culposa.

 

Los niños golpeados o violentados por sus padres no siempre se atreven a denunciarlos y siguen sufriendo violencia. En ciertos casos, como en el de los padres de Roberto Zucco, engendran a sus homicidas.

 

Que los hijos deban alejarse de sus padres, es seguro, aunque no siempre fácil. Pero los padres deben de la misma manera soltarse de sus hijos. A veces he escuchado a conocidos quejarse de que sus parejas los relegan en favor de sus hijos: ellas ya no eran amantes, sino solo madres.

 

Para aquellas y aquellos que no tienen hijos, el estado de padre o de madre es difícilmente imaginable. Sin embargo, hay un gran manto de silencio sobre este estado y, supongo que, si fuera padre, descubriría varios sentimientos sobre los que no escuché decir nada. Probablemente intentase abstenerme de contar mi experiencia paterna, por temor a hacerle daño a mis hijos revelando públicamente toda la gama de aquello que experimente en relación a ellos —supongo que el manto de silencio esconde, en este caso, varios vaivenes de violencia contenida y de amargura, de amor y de rechazos y de odios fugaces o prologados, así como el saber acallado de los secretos de familia, traspasado a los pequeños inocentes. Me siento entonces aliviado cuando pienso en eso, al no tener que esforzarme por contener tantas experiencias, sin duda ambiguas —y, por eso mismo, interesantes de contar. Siempre dije que no quería tener hijos, no sé muy bien por qué razón. Supuse que no quería pasarme la vida sufriendo las angustias que conciernen los riesgos de muerte de mis hijos, como fue, me parece, el caso de mi madre, que había perdido a su hermana —niña muerta a los tres años de edad—, y que estuvo evidentemente marcada por ese drama. Creo haber sobrevivido a unas cuantas angustias de muerte vividas por mi madre y que me concernían. El hecho de que todavía esté vivo no hace, quizás, que se sienta más segura, puesto que día y noche corro el riesgo de morir.

 

También le he dicho en ocasiones a mis amigos —por pura provocación— que no quería tener un hijo porque no deseaba meter la mano en la caca de un bebé ni, más adelante, vivir con un adolescente que me menosprecie, como yo mismo lo hice con mi padre a esa edad. Además de mi ausencia de deseo de procrear, estas razones que doy son muy egoístas, ¿pero son verdaderas? A menudo digo que no quiero contribuir a la destrucción de la humanidad añadiéndole otro ser más —ya demasiado numerosa desde hace décadas— que, como bien sabemos, está destruyendo la tierra. Pero la razón que me llevaría a tener hijos, si debo dar una, es egoísta. Sería para no morir solo: que haya un ser a mi lado junto a mi lecho de muerte, y acaso sentiría que mi vida se prolonga en esa vida que yo mismo le habría dado. Sin embargo, sé perfectamente que, con o sin hijos, exceptuado un accidente aéreo o un ilusorio suicidio colectivo, de cualquier modo, moriré solo. 

 

[1] En castellano es común que se diga tanto “Hijo de puta” como “Hija de puta”, según el caso. En cambio, en francés, el uso de “fille de pute” es infrecuente (N. del T.).

UN TEXTO DE

TRADUCCIÓN DE

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