
Había entonces, no del otro lado del mundo, sino en su corazón, no una isla, no, sino una ciudad. Se llamaba Florencia, y si por alguna razón todavía queda algo de nuestro mundo, aún debe llamarse así. Es, en aquel entonces, la más extraordinaria de las ciudades; junto a las otras urbes italianas, pero “bellísima entre todas las de Italia”, poco a poco fue dejando atrás el feudalismo para dedicarse plenamente a las transas.
Poco a poco fue dejando atrás, claro que no del todo, pero sí en buena parte, la tierra, el pueblo, el castillo, para constituirse como red de intercambio de bienes. Y de ciudad en ciudad, son las redes las que organizan los flujos de datos y de mercancías. Porque he aquí un axioma infranqueable: a medida que los intercambios aumentan, aumentan proporcionalmente los datos y la necesidad de confiarlos a un sistema que los codifique. Desde hace unos cuantos miles de años, este sistema no ha dejado de perfeccionarse. Se le llama escritura. Y así, en aquel largo siglo trece de las ciudades italianas, los escritos se multiplican tanto para consignar los intercambios y sus historias como para intentar controlar los flujos y darles sentido. Pero como bien saben, no todos los flujos se dejan controlar. Florencia, ciudad de intercambios, a los que les debe todo su poder y toda su riqueza, Florencia sufre pues todas las consecuencias de estos cuando la alcanza en 1348 la peste negra.
Sobre este asunto de la peste negra, no sé de dónde vienen ustedes, pero no debieran proyectar nuestros hábitos de pequeño-burgueses occidentales del tercer milenio, si me permiten, y tampoco vean en esto, por cierto, ningún tipo de discriminación, no offence, se trata de algo puramente descriptivo, créanme; en fin, no empiecen a ver hospitales, pastillas, curvas analizando la propagación de la epidemia, no vean cifras que pudieran parecerles estremecedoras, como “cientos de casos inquietantes”, todo eso es un chiste, estamos hablando aquí de una verdadera carnicería, donde lo realmente extraordinario es que la humanidad haya sobrevivido. Algunas fuentes hablan de cien millones de muertos, otras dicen que la mitad de la población europea desapareció en cinco años, quizás sea una exageración, no lo sé, pero pensando en nuestras series de televisión contemporáneas, que sacan pitches con horrores del tipo 3% de la población se volatiliza al mismo tiempo, o un país hace desaparecer al 10% de la población de otro, uno se dice que ya nadie asumiría el escenario de la peste negra: demasiado demente, muy poco creíble.
Sin embrago, es esta la situación en la que nos encontramos al abrir El Decamerón, escrito, cosa inédita, inmediatamente después de un acontecimiento. Se inicia entonces un relato-marco tan apocalíptico como esencial para entender lo que vivimos aún.
El narrador afirma querer narrar la “pestífera mortandad”, esperando así que “las miserias anteriores se [tornen] en regocijo”. En su descripción, todo es asunto de circulación, de propagación, de transmisión. Las razones dan lo mismo, el hecho de que la peste, “bien por obra de los cuerpos superiores, o por nuestros inicuos actos, fue en virtud de la justa ira de Dios, enviada a los mortales para corregirnos”, esto el narrador lo dice porque no le queda otra, pero le vale nada, no tienen importancia alguna ni Dios ni los cielos, no son más que humo, lo que cuenta es el mundo, la Tierra, el fenómeno de la propagación y lo que este produce. Y sobre todo que no valieron contra la propagación “previsión ni providencia humana alguna”, puesto que ningún obstáculo, ninguna barrera, ningún control tuvieron efecto alguno. El narrador nos indica, para terminar, que la mortal pestilencia mutó al trasladarse de Oriente a Occidente. Privó a aquellas regiones de una “innumerable cantidad de vidas”, lo que ya era bastante; aquí, de cierto modo, el efecto fue peor, ya que la enfermedad atacó a los cuerpos, transformándolos, volviéndolos monstruosos e híbridos.
La muerte aguarda al final del camino, por supuesto, pero hay una cosa que asusta aún más. Se trata de flujos de información incontrolables, puesto que un virus como la peste, arriesgándome a utilizar un término aparentemente anacrónico, no es más que un flujo de informaciones que se propaga, que hace mutar a los cuerpos, transformándolos en cuerpos aumentados de hinchazones, de manchas, de atributos vegetales o animales. La peste destruye la humanidad dentro de cada ser, y dentro de cada asamblea sus lazos y sus apegos. Todo se contamina al entrar en contacto con los enfermos: evidentemente la enfermedad ataca a los cuerpos saludables, pero afecta también a la ropa, que se vuelve nodo de conexión.
Bienvenida al antropoceno: ¡todo lo que vive es contaminado por el ser humano! Muy pronto, después del reino vegetal y animal, son los conjuntos geológicos y climáticos los que se verán afectados. Boccaccio proveyó, sin saberlo, la crónica anticipada de este proceso. Y sobre todo, como siempre en este tipo de casos, la imaginación no tarda en desbocarse, las historias pululan de cualquier manera, la mitocracia se descarrila. Y es que los flujos que se propagan vienen acompañados de pedazos de guiones sampleados, remixeados, loopeados.
Frente a la devastación dominan dos escenarios. Los conocemos bien, son los mismos a los que nos vemos confrontados hoy. Uno construye una vacuola de privación y ocultación en el corazón mismo del desastre, el otro se integra a los flujos para aprovecharlos, qué más da, no le demos más vueltas al asunto. La situación, que parecía inédita, no lo era entonces, era antigua, quizás haya estado ahí incluso desde el inicio. Y probablemente entenderán mi leve esperanza, en la medida en que El Decamerón no solamente es la obra que mejor describe nuestra situación actual, encerrados como estamos sin saber si algo del mundo exterior existe todavía, sino que además propone una salida que podría servirnos de inspiración, o que al menos podría sernos de ayuda. Existen entonces, para empezar, estos dos escenarios.
Boccaccio describe algunos comportamientos, ¡riéndose de aquellos moderados que se contentan con blandir hierbas olorosas ante la mortal pestilencia! Pobres, quisieran seguir como si nada, esperando, quién sabe cómo, que todo termine por resolverse. Son los apóstoles del business as usual. Otros, por el contrario, comprendieron perfectamente que “ninguna medicina era mejor ni tan buena contra la peste que huir de ella”. No se puede culparlos. Aunque sí, por supuesto que se puede, se puede culparlos cuando no piensan “en nada sino en sí mismos”, y cuando abandonan todo, “su ciudad, sus casas, sus lugares, sus parientes y sus cosas”. ¡Después de ellos, el diluvio! Son los partidarios del secesionismo, y en este principio de siglo veintiuno ya sabemos lo que causaron esos fanáticos que se instalaron en islas a lo largo de un Silicon Valley que habían destruido junto con el resto del mundo. Allí, estorbados por sus billones, habrían podido saborear las bebidas y manjares más finos, si dispusieran aún de un cuerpo y de afectos, pero no, esos locos ya ni siquiera querían burlar a la muerte, querían anularla. Ya nada les interesaba más que ellos mismos, transformados en híper-individuos cósmicos a los que ningún lazo ataba ya a una humanidad común. Deseaban acabar con la humanidad literaria, esa humanidad fundada en base a lazos y apegos, esa humanidad que la mortal pestilencia devastó. Tengo incluso la impresión de que es con ellos con quienes Boccaccio se muestra más severo, si me permiten hacer de ventrílocuo suyo, puesto que constituyen un ejemplo desastroso, el ejemplo de un abandono total, generalizado.
Ya nada se sostiene, ni el vínculo político —“Dejemos de lado el que cada ciudadano esquivase a los otros”—, ni el vínculo comunitario —“y el que casi ningún vecino se cuidase de los demás”—, ni, lo que es peor, el vínculo familiar — “y el que los mismos parientes nunca se visitaran, o a largos intervalos”, “el hermano abandonaba al hermano, y el tío al sobrino, y la hermana al hermano, y a menudo la mujer al marido”. En Florencia, todo eso está a punto de desaparecer bajo el efecto de flujos incontrolables y de la mitocracia que se descarrila.
En Florencia, es decir en todos lados, pues Florencia es el mundo, y el mundo se parece a Florencia. Florencia se ha desbordado a sí misma. No es la peste la que ha contaminado al mundo, sino el mundo contenido en Florencia que ha contaminado la Tierra. Ni el campo ni la ciudad escapan a la catástrofe, los abandonos son los mismos, el fin de los lazos y apegos también. Y lo más tenue y esencial tal vez, el fin de una cierta construcción del tiempo propia del campo. No piensen por lo demás que opongo la afable pastoral campestre a la detestable peste urbana. Una vez más, sigo la pista de Boccaccio, que las representa juntas, y que no ve más que continuidades. Si la humanidad literaria es una humanidad citadina, como en Florencia, su origen se encuentra sin embargo en el campo, cuando la revolución agrícola transformó el curso del tiempo, acelerándolo.
Para ver esto con más claridad dirijan la mirada más lejos, cinco mil años atrás, aumenten la focal, al tiempo en que las primeras comunidades agrícolas ven la luz, y luego las primeras ciudades. Verán entonces florecer las primeras escrituras, pues esta herramienta les era tan necesaria como mortal. También verán las primeras ficciones totalizantes (religiones, economías, políticas, artes), y es ahí donde más duele, pues las primeras ficciones totalizantes no burlan a la muerte, sino que la administran ignorándola. El lenguaje y la escritura trabajan entonces en el corazón mismo de estas para hacerlas cambiar de vía, pero los aciertos son más escasos que los fracasos.
Todo funciona en conjunto, y es seguramente esto lo que nos perturba y nos inquieta, los nacimientos de la agricultura, de las ciudades, de la escritura, de la literatura son casi simultáneos, pues este nuevo mundo urbano proveniente de la revolución agrícola es, fundamentalmente, una mediocracia, gestión de flujos, de datos, externalización de una memoria, cuantificación y ficcionalización de los intercambios para generar vínculos y mantener el orden. Ahí dentro somos médicos, chamanes y dealers, tenemos claro que todo es cuestión de dosis, porque el pinchazo de más y la sobredosis nunca están demasiado lejos. Como bien saben, en este principio de siglo veintiuno se ha llevado esta lógica mortífera más lejos que nunca antes.
Pero me estoy yendo por las ramas, así que vuelvo a Boccaccio.
Podríamos creer que se acabó, que ya es demasiado tarde, pero no, nunca es demasiado tarde, escuchen al narrador, parece agotado, le falta el aliento, “¿Qué más se puede decir?”, así es, ¿qué más se puede decir? Pero la pregunta es retórica, el narrador recupera energías porque el prodigio está por ocurrir. Y el prodigio ocurre, esta es la palabra que escoge, porque los prodigios llegan así, por casualidad, nada permite anticiparlos.
Ocurre en una iglesia desierta, imagínense la escena, bajo la forma de un encuentro entre siete mujeres jóvenes; todas, insiste el narrador, “conocidas, y relacionadas por amistad, o por vecindad, o por parentesco. Ninguna de ellas, prosigue, tenía más de veinticinco[1] años ni menos de dieciocho”. No son, entonces, ni esposas ni madres, cuando, a esa edad y en esos tiempos, hubieran debido sin duda serlo. Boccaccio las dota de elegantes seudónimos para presentárnoslas, y se ríe a costa nuestra cuando alega defender su virtud al nombrarlas así, pero la razón es más profunda: ellas son portadoras de historias, son autoras, congregan, reúnen, sincronizan, han dejado de ser simples jóvenes, burlan a la muerte. Y esto amerita sobradamente un seudónimo.
Una de ellas, Pampinea, toma la palabra. Pronuncia uno de los más bellos discursos para burlar a la muerte del que nuestra historia haya conservado una huella. Nos dice: “Natural razón es en todos los nacidos ayudar a conservar y defender su propia vida”. Nos invita a que “sin ofensa de nadie, pongamos los remedios que podamos para la conservación de nuestra existencia”. Nos dice que nuestra actitud es extraña ya que lo hemos olvidado, y que estos remedios no los hemos puesto en obra. Nos dice que nos quedamos ahí como si quisiéramos simplemente dar testimonio del desastre y de la acumulación de cuerpos muertos. Nos dice que estamos hechizados por los frailes locales, los religiosos mitócratas, “cuyo número ha quedado casi en nada” y que “cantan sus oficios a las debidas horas” para que sigamos ahí mostrando nuestras vestimentas de duelo. Historias, esas historias de siempre, de las que ya no queremos saber más. Y peor aún, sus pensamientos nos invaden hasta en nuestras moradas, donde vemos “las sombras de los que murieron, mas no con los rostros en que solía divisarlos, sino con otros horribles, que no sé de dónde les vinieron y que me aterran”.
Estalla entonces la rebelión: “Y si esto es así (como manifiestamente se ve que lo es), ¿qué hacemos nosotras aquí? ¿Qué esperamos?” Y sobre todo, “¿En qué soñamos?”. La muerte golpea, eso es seguro, pero la cosa es mucho peor, la imaginación cae presa del engaño; hay que devolverle la vida, hay que soñar de nuevo. Ella nos dice que hay que partir, que no hay otra opción, que cuando la imaginación se desboca no hay que darle más cuerda, no sirve de nada sumarle ficciones a las ficciones, y mediante el ejemplo nos ordena empezar por describir, estar atentos a las formas del desastre, y luego nos dice que partamos, que cortemos, que busquemos un refugio, una base de operaciones; necesitamos este paso al costado para refundar, no se puede refundar en los centros, hay que salir de la ciudad. Entonces Filomena, “que era muy discreta”, le hace notar que en aquella amable asamblea no hacen falta más que unos cuantos hombres; Elisa concuerda, y en ese momento la fortuna golpea pues irrumpen en la iglesia Santa María la Nueva tres hombres jóvenes, “aunque no lo fuesen tanto que rayase a menos de veinticinco años la edad del más joven de todos”. Grata es la asamblea, compuesta como está de siete damas y tres varones. Puede así emprender camino.
Escuchen entonces a Pampinea en su infinita sabiduría, y he aquí lo que nos dice: “festivamente queremos vivir, y no otra razón que la tristeza nos ha hecho escapar”. Pampinea solo piensa en “la prolongación de nuestro contento”. Nos propone lo siguiente: “entiendo necesario que nombremos de entre nosotros a algún superior”. Los siento estremecerse: ¿qué? ¿El retorno de un jefe? ¡Eso jamás! ¡Todo menos eso! Pero no, no se trata de eso, dejemos que Pampinea detalle su programa.
“Y para que cada uno experimente la carga y el placer del mando, y para que nadie, por no probarlos, pueda, de una cosa u otra, tener envidia, digo que a cada uno se atribuya por un día ese peso y honor, y que el primero que se designe sea elegido por todos. Y cuando se acerque el crepúsculo, aquel o aquella que por el día haya ejercido el señorazgo, nombrará a quien deba sucederle, y este ordenará y dispondrá a su libre albedrío del tiempo que su señorío deba durar, diciendo dónde y de qué modo hemos de vivir”
No deja en ningún momento de insistir en la libertad. Libertad de proponer o de aceptar, libertad de rechazar en caso de ser necesario. Tenemos la suerte de asistir in vivo a un experimento político. Y esto podría bastar para hacernos felices, considerando lo mucho que nos lo han negado. Pero Pampinea va aún más allá, y propone lo siguiente:
“Aquí estamos bien y frescos […], si se siguiese mi parecer, pasaríamos esta harto cálida parte del día, no jugando, […] sino contando cuentos (con lo que, hablando uno solo, todos podemos encontrar deleite).”
Pasar la parte calurosa del día, en eso estamos, y esta hora calurosa nos quema, nos consume: el fuego está por todos lados. Sabemos que las palabras de Pampinea son mucho más trágicas de lo que parecen; sabemos que se oponen a todas las opciones que Boccaccio había contemplado, tanto a los después-de-mí-el-diluvio como a los secesionistas sectarios; sabemos que los cuentos del Decamerón reclaman nuevamente los poderes de la narración contra las escrituras parciales, encabezadas por los algoritmos que hoy por hoy nos gobiernan; sabemos por otro lado que en adelante las ficciones deberán ser parciales, temporales, y siempre renovables, que habrá que armonizarlas, articularlas, mantenerlas; sabemos muy bien que tenemos la aguja en la mano, y que una dosis incorrecta podría matarnos. Nuestras esperanzas no son desmesuradas, no hay certezas en realidad, pero, ¿no hemos acaso constatado en repetidas ocasiones, queridos amigos, que el procedimiento había funcionado, al menos por un tiempo? Entonces, ¿por qué no una vez más? ¿Y por qué no esta vez? Pampinea, tornándose hacia Pánfilo, “que a su diestra se sentaba, díjole agradablemente que con un relato suyo diese principio a los demás. Oída la orden, Pánfilo, prestamente, comenzó así, mientras todos le escuchaban...”
[1]Tanto en la edición francesa como en el original italiano se puede leer que las jóvenes no sobrepasan los veintiocho años. Extrañamente, las ediciones en español están rara vez de acuerdo en torno a este punto. Lo que sí tienen en común es el hecho de reducir sistemáticamente la edad de las jóvenes. ¡En algunas versiones, las mayores tienen veinte años! (N. del T.).