
Donde se cuenta cómo se interrumpió un partido de fútbol
Un rumor, o más bien una turbulencia sonora se propagó por los laterales de la cancha de fútbol, mientras se jugaba un partido que enfrentaba a nuestro pueblo con Ocralatu, el pueblo de nuestros enemigos, vecino al nuestro. La cancha se encontraba en el cruce de las dos rutas que llevan a los alineamientos de menhires, a más de un kilómetro de nuestra casa. El rumor se amplificó como una orquesta, interrumpido a veces por alaridos de júbilo y por injurias. Sin embargo, logré extraer de esa marea de risas ahogadas, de berridos y de vociferaciones, algunas palabras: “¡Bongo se está echando un cinco contra uno!”. Esto significaba, en el esotérico y pulido lenguaje del pueblo, que Bongo practicaba en ese momento una sexualidad pública, autónoma e imperiosa. Dicho en criollo, Bongo se hacía la paja.
Ante esta señal, el partido que no daba para más ante la ineptitud de los dos equipos fue interrumpido inmediatamente. La multitud, a las corridas, se precipitó, saltó las barreras y corrió jadeante por el camino bordeado de higueras, seguida por los jugadores de los dos equipos mezclados. El árbitro, sensato, pitó el final del partido ante los asientos vacíos, y se dedicó él también a correr para aplaudir el fenómeno.
Bongo era el nombre del macaco que la abuela había adoptado. Se lo había comprado en el puerto a un marino proveniente de Sicilia. Inspirada por este pequeño ser extranjero, lo bautizó Bongo, como recuerdo de un cómic en que se contaban historias de la selva virgen.
Al principio, Bongo se comportaba como un niño, afable, gracioso y encantador. Bien educado, no lloraba y hacía pis solamente en la pileta de la cocina. Ella lo vestía como un bebé o una nenita, y le ataba cintas en el pelo. Los niños hacían cola en la puerta de la casa para pasearlo en cochecito y le daban el biberón. De lejos, desde las comarcas que separan a las montañas de Padinas del mar, la gente venía a hacerle consultas como a un santo y a tocarle la cabeza, porque se creía que daba buena suerte. Con sus cintas rosas y azules, sus collares de campanitas y de imágenes de la virgen, su cuello rodeado de un rosario, verdaderamente generaba un efecto de lo más llamativo. Bongo parecía hablar con los ojos.
Algunos en el pueblo habían dejado correr el rumor de que tenía el don de la clarividencia. Así es que a veces adivinaba los nombres de los caballos ganadores en las carreras de Sa Itria y, sobre todo, para Navidad, los números de la lotería. Se le pedía que hiciera girar, con su mano rosa, una rueda de la Fortuna cuya flecha indicaba los números, y en efecto, concedámoslo, con frecuencia acertaba, indicando los números ganadores.
Pero ese estado de gracia duró poco.
Sonó la alerta un año más tarde, cuando para San Giovanni, Bongo se precipitó bajo los vestidos de una religiosa que imploraba limosna. Le arañó el bajo vientre y le desgarró el hábito, enloquecido seguramente por los aromas que emanaban de las bombachas católicas e inmaculadas de la pobre esposa del Señor. La mujer, convencida de ser víctima de un ataque del demonio o de un súcubo, se desvaneció frente a la casa condenable.
A medida que Bongo crecía, esta rareza se fue agravando y su actividad preferida consistía en atacar por sorpresa al género femenino de toda edad. Vicioso y malvado, saltaba de improviso por la espalda de las visitantes y les levantaba sistemáticamente las faldas, a las que tomaba por cortinas. Cada vez más y más agresivo, aterrorizaba el interior de la casa, robaba frutas y tortas, abría los muebles y desgarraba las fotos. Además, de noche, cuando todos dormían, se abalanzaba por sorpresa sobre los gatos, o bien se pavoneaba por el gallinero masacrando las aves de corral. Fue en ese contexto que la familia se resolvió a encerrarlo en una jaula. Fue una decisión desgarradora, pero saludable.
En el fondo del jardín, que daba al parque municipal, Bongo ocupaba su trono, altanero y vanidoso en su jaula imperial. Sentado en su cátedra de obispo, que la abuela se había procurado en una iglesia en desuso, permanecía tranquilo y parecía darles la bendición a los niños del coro. Pero no era más que una apariencia, su aspecto tranquilo de hecho no servía más que para camuflar su picardía.
Bongo llenaba de vergüenza a la familia y al pueblo, y aun encerrado, era el héroe de numerosos alborotos.
Fue uno de esos escándalos, de trágicas consecuencias para la memoria del pueblo, lo que interrumpió el partido de fútbol un Domingo de Pascuas.
La multitud enmarañada corría entonces a lo largo de la calle Antonio Gramsci como en el medio de una tempestad. Niños y adultos embestían entre la polvareda en medio de burros y mulas lanzados al galope. Hasta los santurrones apuraban el paso, mucho más rápido que para asistir a las vísperas. “¡Bongo se está haciendo la paja!”. La consigna, que circulaba de boca en boca, aumentaba minuto a minuto el frenesí colectivo. Al pasar por lo del florista Giuseppe, unos bandidos tiraron abajo los estantes y rompieron las macetas. Un pánico de índole desconocida se instalaba: ya era imposible controlar la excitación dionisíaca y la embriaguez febril que se apoderaba de la multitud. Hasta lanzaron los petardos y los fuegos artificiales que estaban previstos para el final del partido. Dispararon al aire tiros de fusil. Rompieron las ramas de una higuera y de un laurel de jardín.
La llegada al jardín fue épica. Bongo, exaltado por los infieles, catapultaba sobre los transeúntes sus excrementos, cáscaras de naranja, huesos de cordero, piedras y hasta pedazos de chatarra. En verdad, restituía lo que le habían arrojado. La multitud histérica, por su parte, también bombardeaba a Bongo con todo lo que tenía a mano. Una chica recibió incluso un paquete nauseabundo de bosta de caballo en el pecho. Evidentemente, eso no era, todos estuvieron de acuerdo, una producción fecal de mono. Al cabo de un momento, a falta de reservas, acumuladas en la caja de Bongo, fue la multitud misma la que empezó a bombardearse entre sí con los excrementos. No lo ocultemos: en aquella época, no había desagües, y en el pueblo, las higueras altas de ramas bajas tenían el estatus de letrinas públicas.
Como si hubiera sido a propósito, una de las higueras dominaba el fondo del patio de nuestro jardín, sobre la ruta que llevaba al cementerio. Y naturalmente, la multitud en su delirio fue a aprovisionarse de materia fecal en aquel reino apartado, donde las moscas verdes reinaban junto con las abejas y ciertas gallinas silvestres. Los bandos se organizaban y se desintegraban según la naturaleza y la dirección de los proyectiles. Se peleaban incluso revoleándose gallinas vivas, que Bongo, histérico, intentaba agarrar a través de los barrotes de su prisión.
Ese delirio ciego y frenético no se interrumpió hasta la llegada del maestro de la escuela, del árbitro y del guarda rural, así como de una delegación de carabineros que dispersó inmediatamente a la multitud.
Yo observaba los acontecimientos desde lo alto de un árbol, donde me había refugiado. Bongo deambulaba casi ausente por la jaula, entre los desechos. Silenciosamente, yo buscaba sus ojos. Los encontré de repente, o más bien los recolecté por el aire, como si se hubiesen escapado de su rostro uno después del otro. Él me reconoció. Me pareció que me enviaba una señal de amistad con su mano, y yo le respondí de la misma forma.
Tuve piedad de repente de su infortunio y se me cruzó por la cabeza, me inclino a confesarlo, la tentación de liberarlo. De hecho, éramos miembros de la misma familia, ya que teníamos a nuestra abuela en común. Yo continuaba saludándolo con ostentación y majestuosidad. Me examinó durante un largo rato con melancolía, después desvió su mirada y contempló filosóficamente un gorrión perdido que revoloteaba por la jaula. Al final, decepcionado por la locura de los hombres, se dio vuelta, me mostró el culo, y se entregó concienzudamente a su metódica y pacientemasturbación, como si nada.
Frente al saqueo del jardín, con su desparramo de papeles sucios y de porquerías de todo tipo, yo pensaba en el universo, en el sol y en las constelaciones que tanto me gustaban. Las estrellas, cuyo desfile observamos por las noches, ¿no tenían también, al fin de cuentas, el olor a excremento del Gran Misterio de la creación?
Días más tarde, para calmarlo, mi abuela decidió aparearlo con una mona de su misma edad, que compró un vecino. Creíamos que con una compañera dulce y comprensiva se habría tranquilizado y al fin habría vivido una vida de familia equilibrada y feliz. Desgraciadamente, ni bien la mona entró en la jaula, la masacró a puñetazos, después la degolló cruelmente de un colmillazo.
Esa fue la gota que rebalsó el vaso. Después de una turbulenta y polémica reunión familiar, y pese a las súplicas de mi abuela, mi tío, con la ayuda prudente de mi primo Cuccheddu, decidió castrarlo. Fijamos la fecha del domingo siguiente para la ejecución de la sentencia.
Al mediodía, justo antes de comer, decidimos proceder a la operación. A tales efectos, mi tío Pierpalo Florone y Cuccheddu habían embriagado al mono con agua de colonia mezclada con somníferos, a los efectos de dormirlo durante la operación.
La máquina de castrar era un artificio de lo más refinado. Parecía una guillotina en miniatura. Mi tío, por lo demás, la había bautizado afectuosamente, con su mirada pícara, con el nombre de Robespierre,a quien adoraba. Durante toda la comida, había verificado varias veces el mecanismo y el resorte. Era una suerte de cortacigarros que ambos habían atornillado ingeniosamente a una caja de metal. Al final, en silencio y ante toda la familia angustiada, entraron a la jaula y con precaución colocaron la guillotina sobre el miembro de Bongo. Fue mi primo quien activó el mecanismo de la lámina, con un golpe seco.
Pero lo que debía suceder sucedió: en ese preciso momento, Bongo se despertó de su dudosa anestesia y saltó por los aires, aullando de dolor. Azorado, consideró incrédulo sus partes cercenadas a medias por la caja de metal que todavía colgaba entre sus piernas. Con dificultad, mi tío y mi primo salieron de la jaula, evitando las mordidas del mono enloquecido, que evidentemente había identificado a sus verdugos. Toda la familia lloró, pero el mar de lágrimas de mi abuela no alcanzó, como era de esperarse, para calmar al macaco.
Esperamos varios días para ver si el ánimo de Bongo mejoraba, pero nadie era capaz de acercársele y él rechazaba toda comida. Ante su sufrimiento, y sobre todo su humillación de macho castrado, tomamos la decisión de matarlo.
Eso fue lo que llevó a cabo mi primo, con un tiro de fusil a quemarropa.
Hacia el fin de la noche, lo enterramos en el fondo del jardín. Sin ceremonia.
Tuve la impresión de que acabábamos de cometer un crimen contra la humanidad. Encerramos a unas pavas en la jaula para reemplazarlo, así como a algunas palomas. Se pusieron a comer aplicadamente las sombras que Bongo había abandonado. Por ese entonces, yo empezaba a creer en fantasmas y esperaba con aprensión la luna llena que rodaba a veces por el jardín y resucitaba a los muertos.
Extraído de Histoires sardes d’assassinats, d’espérance
et d’animaux particuliers, ed. Le Castor Astral, 2017.