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Cajta de cartón
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Los maltratadores de niños llevaban a su hijito a la iglesia los domingos.

Charles Simic

 

¿Qué ha sido de los hijos de puta que incendiaron mi infancia? ¿Quién les perdonó la vida? ¿A quiénes deben el agradecimiento por respirar? ¿Por qué ninguno de esos hijos de puta recibe su merecido? ¿Por qué yo, niño hecho lumbre, fui incapaz de buscarlos y urdir alguna venganza contra vosotros, si compartimos ciudad pequeña y calles estrechas, si sólo la presbicia me impediría reconoceros, al cabo de tantos años? El hocico del perro vengador es infalible, pero he vivido hasta ahora inoculado por la cobardía: el castigo más perdurable que los hijos de puta infligen a sus víctimas.

¿Quién ha escrito, y dónde, que los niños que maltratan a otros niños redimen luego esos actos? Jamás hubo un adulto que reconociera con pena, con lástima o arrepentimiento, que pegó a otro niño, que le causó las maldades más imaginativas —darle pequeñas patadas diarias en los huevos, llamarlo gordo por lo bajini, decenas de veces al día, amenazarlo con una paliza si sacaba en el examen de matemáticas más de un seis, esconder en la cartera una cuchara y advertirle que en ella haría bailar su ojo—. Esos animales salían de la cama y se olisqueaban por el camino, se reunían en la senda, iban juntos al colegio, nadie podía enfrentarse a ellos, ni existía la rebelión de los vencidos, no se me ocurría organizar alguna trampa para salvarme de los daños. Se palmeaban las espaldas, para darse ánimos y agitar los pensamientos: nuevas maldades.

Pienso, luego eso no me garantiza nada. Debiera haberme comportado como ellos, haber aprendido a defenderme. Si mi intuición, lenta por aquel entonces, me hubiese advertido que donde hay tres personas siempre hay un perjudicado, un exiliado, uno que sufre el daño, habría respondido y pegado más fuerte. Quizás. O tal vez, casi es más seguro, habría hecho lo mismo, callar y bajar la cabeza. Las personas no somos felinos, defecto, no somos capaces de ver venir el golpe, no husmeamos el olor que exhalan los sobacos sudados de los malos.

Además, esos hijos de puta también aprendían a desarrollar la inquina. Pensaban, luego existían. Sofisticaban sus estrategias, metabolizaban aquellas maldades y un día, sin avisar, adquirían el fuego fatuo del conocimiento, que los acompañaba durante el resto de sus vidas. ¡Mihijohacrecido, estodounhombre! Mi hijo de puta ha crecido, soy una bendita puta que no fue capaz de ponerle una mordaza a esta cloaca, y ahí lo tienes, mi hijo de puta echó pelusa en el bigote y fue a la universidad y se hizo catedrático de la cosa, o concejal de las basuras, presidente de una oenegé que ayuda a los niños somalíes o cirujano especializado en trinchar corazones sobre las mesas de los quirófanos. Vendedor de preferentes o de perfumes, peluquero homosexual, desarrollador de tapas gourmet, escaldador de perros en una peluquería canina, policía encargado de cuidar de vuestras mujeres maltratadas, eso se hizo mi hijoputa, regente de una tienda de electrónica provista de las bombillas led más modernas y ecológicas, organizador de conciertos de los grupos de moda, psicólogo, consejero matrimonial, eso es el hijo de puta, bibliotecario, monitor de natación en una piscina a la que acuden los niños del barrio, el que te vende las pastillas que te curarán, futbolero, sobre todo eso, muchos hijos de puta se hacen forofos futboleros y te montan una peña que sigue a su equipo por España y dejan a la mujer sin caldo con tal de ver el partido ante el Sporting, o les ha dado por los sentimientos, a los hijos de puta, y juegan a escribir diarios, guiones de telenovelas de media tarde para viejas, y duermen tranquilos, duermen tranquilos los hijos de puta mientras deciden si se cargan o no a la protagonista, hijos de puta con ínfulas, ahí los tienes, dictando órdenes, empresarios o emprendedores, el mismo fuste, mis queridos hijos de puta, los que me borraban la sonrisa durante las largas horas que pasaba en el colegio, los magos que se evadían de las miradas de los profesores, los que sabían dañarte a escondidas, en inverosímiles rincones ciegos. 

Y lo que me callo.

Crecieron. Todos aprendieron a esconder aquel patrimonio moral, no lo vendieron ni lo usufructuaron, no, para qué, si era posible guardarlo en un cajoncito pútrido encima del hígado, donde acaban reculando las malas pasiones y casi nunca se incuban los merecidos cánceres. 

Era un niño sonriente. Un niño feliz. Cantarín. Soñador. Uno de tantos. Feliz. Los mayores insisten en llamarlo inocencia. No existe la inocencia. Todos somos culpables hasta que se constata nuestra culpabilidad. Sin embargo, yo me creía feliz, y quería a los míos. Tímido, pero dado al cariño. Me gustaba el colegio. Disfrutaba con los aguijones del aprendizaje. Mi gran defecto era tener una conducta pacífica y noble, no ser propenso a la violencia, sentir apego hacia los animales y una compasión demasiado evidente para los hijos de puta. 

Apenas vieron la fractura, la atacaron con rapidez. Hurgaron en mis debilidades y se regodearon, introdujeron los puños en ellas y los sacaron colmados de vísceras. Funciona así. Con todos los hijos de puta.

 

Cuando ya habían creado su obra, te abandonaban. Un juguete dañado, con el que no se puede pasar el tiempo, no sirve para nada. Pero la naturaleza, magnánima y asquerosa, los dotaba con un sexto sentido  eficaz: encontraban a otros, y reiniciaban el rito del castigo. El único consuelo es que para el nuevo niño inventaban crueldades más sutiles y perversas, de las que, al menos, tú te habías librado. 

Volvías a tus cosas, a tu mundo, sin conocer el significado de la palabra «poso». Recuperabas los juegos y los paseos por el patio de la escuela, sin temer las heridas, y te creías sanado. Pero no. La bacteria se había anudado a los músculos, y se trasladaba por el cuerpo a golpe de articulación, trepando con cada salto y con cada carrera, hasta llegar al cerebro. Al pasar los años lo constatabas: eras otro de ellos, la transformación no había requerido demasiadas mudas. Eras peor que ellos, un hijo de puta más perfecto.

Nos mereceríamos esta Anunciación, cuando chicos: la racionalidad no sirve para nada, es una uva pasa con muchos nutrientes y ningún jugo, los cerebros se aburren, no busquéis más allá de estas apariencias innobles, no juguéis a pretender las sombras, todo está claro, los brutos vencen, y nadie será capaz de evitarlo, porque la inteligencia está de su lado, porque ellos se ven beneficiados con el ingenio y el silencio cómplice o animoso de los adultos. 

De aquellas enseñanzas de alta escuela saqué una capacidad admirable para el escondite y la desaparición. Hay que impedir que las bestias te olisqueen, que sepan de tu existencia. Y te vuelves resistente, pero al cabo de treinta años, al contrario que ellos, que han escondido en la más profunda oscuridad lo que hicieron, hasta llegar a creer que no ocurrió, al contrario que ellos, insisto, no olvido, ni los perdono. Soy perfectamente rencoroso y necesito algún tipo de venganza. 

A los ofendidos, al menos una vez en la vida, se nos concede un deseo. Mi momento llegó por fin: te acongojó encontrarte con uno de los maestros de tu hija y reconocer a uno de ellos, ahí tienes al hijo de puta, batiendo palmas, enseñándole canciones, respetando el maldito diseño curricular, la programación anual, lamiendo las bragas de la directora del colegio para lograr algún privilegio, hasta ahí llegó el que hizo de aquellos años de tu infancia un desierto de afectos escolares, el que conseguía que te mearas encima a los nueve años al despertarte en mitad de la noche y pensabas en lo que te esperaba cuando se hiciera de día, el que se cruzaba con el índice la garganta sin dejar de mirarte, una, dos, tres, cuatro veces, cuatro índices y una garganta, la suya, la mía, ahí tienes al señor hijo de puta, que no te identifica porque los hijos de puta nunca conservan el recuerdo de sus presas. Procuras cruzar con él apenas unas cuantas palabras, es tu mujer quien va a las reuniones escolares, pero en las pocas ocasiones en que habéis coincidido no ha hecho un solo gesto de reconocimiento. El hijo de puta educa a tu hija y por eso no albergas dudas al desplegar tu plan. 

Es relativamente fácil esparcir rumores y sospechas, transformar en tu beneficio anécdotas que tu hija te narra, o directamente inventarlas, cultivar una mentira tramada con delicadeza para que todo encaje perfectamente cuando la denuncia llegue a la Inspección. Hay un momento muy concreto en que el rumor adquiere vida propia y no es posible establecer siquiera de qué lugar ha partido. Te vuelves de nuevo invisible y la maldad prosigue su curso. Aleluya. Cuando la policía llama al hijo de puta a declarar, todo el colegio está al tanto de que al parecer ha habido tocamientos, insinuaciones inadecuadas y obscenas a algunas niñas, bueno, no se sabe qué, sólo la policía tiene todos los datos, y la directora, que calla y decide que hay que cortar por lo sano. Muy pronto el profesor hijo de puta estará en la calle, despedido, y con dificultades para encontrar un nuevo trabajo. Respecto de la acusación, el hijo de puta siempre tuvo recursos de sobra para salir adelante, para dar el golpe antes de que alguien pudiera reprenderlo. Saldrá del embrollo y nunca llegará a saber que fue su pura maldad infantil la que ha vuelto hasta él, enriquecida y más nutritiva, al cabo de varias décadas. Son las maravillas de la venganza. Cuando esa venganza está cumplida, se aprecia en los acontecimientos una arquitectura simétrica y justa. Una belleza que la vida no proporciona con frecuencia. 

Salvaste a tu pequeña del hijo de puta. Tu misión principal es protegerla. Contemplando su infancia rememoras la tuya, cada uno de sus días, tan lejanos. Anécdotas almacenadas en un saco vuelven a la luz. Y con los recuerdos, la insistente pregunta: ¿cuándo hará costra el dolor de la quemadura?

 

 

Relato del libro Entre malvados, publicado por Páginas de Espuma.

UN CUENTO DE

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