
Uno de los tres pescadores había podido ver rápidamente
que la casa se estaba incendiando.
Mientras arrastraban el cuerpo del turista hasta la orilla
comenzó a inquietarse por no poder recordar
a ninguno de sus amigos
que habían quedado en el agua
y que ahora estarían en otras costas.
Desde que había insistido por última vez
y su sombra se había fugado
no volvió a verla;
se sentía, luego de unos días,
un poco extraño por haberla alejado
pero luego pensaba que de nada servía,
si no podía verla, no podía tocarla, no la conocía;
tampoco estaba conforme
ya que no había más peces en sus redes
ni esa noche ni las que vendrían.
El fuego corría sobre la tierra,
la casa cambiaba de color
parecía que iba a levantarse
y abrirse antes de explotar,
vio a la chica que salió corriendo
sin poder mirar hacia arriba
y al chico junto a ella que llevaba a los niños
uno por uno hasta detrás de los árboles.
Él intentaba agarrarla pero ella se escapaba
corriendo en círculos,
no podía levantarla ni sujetarla,
ella se tiraba al suelo cada vez más fuerte,
girando la cabeza, inyectando las manos en la tierra
y en la arena.
Los pescadores dejaron al turista que volvía a respirar
y se quedaron desconcertados frente a lo que veían,
pero estaban lejos.
El incendio se había rebelado
y ya no podían hacer nada.
La esposa del cazador los esperaba en la puerta
y a medida que iban llegando a la casa
la veían perfectamente
con un arpón en la mano
y una sonrisa que cerraba su cara.
Los niños se balanceaban de un lado a otro de sus pies sobre el piso
y el cazador terminaba de reunir algunas cosas
hablando despacio para sí mismo,
previendo la temperatura de la lluvia.
Ella buscaba en la ventana de esa casa
algún objeto que le hiciera acordar a la suya;
de dónde vendrían esos adornos
que en esa casa como en las demás había
y si eran los juguetes de los niños
que rotaban sus cabezas
como patos en un juego,
entonces debían ser juguetes
o niños serios porque nunca nadie los movía.
La esposa del cazador la abrazó al entrar
y en el mismo movimiento
ya estaba en el centro de la sala,
ellos miraban el cielo afuera
y terminaban de contar los cuchillos;
ella se quedaría en la casa
con la familia hasta que él y el cazador volviesen.
Los chicos la miraban con orgullo,
con esa astucia fugaz que les dibujaba los brazos
y que la asustaba un poco;
quizás por eso le alcanzaron un paño de caucho
y ella intuyó lo que la hizo esconderlo
bajo un almohadón.
Como ella no sabía nada acerca de soldados
y batallas,
nada acerca de lo que estaba sucediendo,
el sonido que iba distanciando las maderas,
el nervio que iba avanzando
por debajo de la tierra
no le parecía distinto a cualquier otra cosa
que pudiera llamar la atención,
y como la esposa del cazador sabía todo
acerca de soldados y batallas,
acerca de lo que estaba sucediendo,
ir saltando de un lado al otro del piso
tampoco le llamaba la atención,
y entonces ninguna de las dos hablaba;
no había nada que pudieran decirse.
Mientras se hacía de noche,
los dos hombres se perdían en el monte como dos imanes
en un paisaje que se mezclaba
por la última luz del día.