
UN CUENTO DE
Traducción de
La última vez, me encontraron al cabo de cuatro días. Había estado encerrada en un congelador. Atada. En un congelador. Yo dormía. En el congelador. Quisiera algún día poder agradecerles a quienes me encontraron allí dentro. Gracias a ellos logré no morir por sexta vez. En un congelador, te juro, como en Frankenhooker, no exactamente pero parecido a esa escena de Frankenhooker, porque estaba entera y no cortada en pedazos, como las prostitutas y la cabeza de la noviecita de Jeffrey Kranken de Frankenhooker. En un congelador. Es lo que ella dice, que la encontraron en un congelador.
Todas las noches se viste para ir a trabajar. Llega al primer piso y se saca su piyama verde con flores. Son las diez de la noche. Cabellos rojizos y rizados. Huele a perfume barato. Corpiño con contornos. Frac. Escote pronunciado. Mini short negro. Medias de red. Tacos aguja.
Un hombre la espera en la puerta.
En un auto con vidrios polarizados.
Sale a cuidar a los niños.
Sale a trabajar.
Antes de abrir la puerta, vuelve sobre sus pasos para preguntar si ha tomado bien sus pastillas. Normalmente, ella suele manejar bien su tratamiento, peor que mañana, pero mejor que antes. La controlan, la controlan bien, porque ella lo dice – Estoy bien controlada. Ahora. Dice – Estoy controlada. Mejor controlada. Estoy controlada.
Yo pienso
Que estoy controlada.
El teléfono suena: ella levanta el tubo. Un hombre del otro lado de la línea – ¿Fue usted a ver a los niños?
Ayer, lo omitió. El tratamiento. No intencionalmente, no se olvidó intencionalmente de hacerlo, sino que se olvidó físicamente. Se lo olvidó bajo los pies. En su cartera. Bajo sus pies. Se quedó dormida. La cartera estaba bajo sus pies. En ese momento. Debajo del asiento.
Cuando se despertó.
Desaparecida.
En realidad, no sabía muy bien dónde estaba.
El teléfono suena: ella levanta el tubo – ¿Estaba usted durmiendo? ¿Fue a ver a los niños?
Se dio cuenta cuando se despertó. Acababa de despertarse. A la hora en que la gente va a acostarse. No obstante, iba por buen camino. Para continuarlo. Continuar no obstante el tratamiento. Es lo que le habían dicho: usted va por buen camino. Se lo aseguro. Sin embargo, un segundo, un minuto o una hora de descuido y fin del tratamiento. Apenas dejarse estar y ups, no más tratamiento. Una bolsa de plástico reciclable que se echa a volar. Y ups. El tratamiento se evaporaría. En el vagón. Un corto instante. Una corriente de aire.
Es la historia de una maestra. De una mujer muerta, es decir, casi muerta de 6 maneras diferentes.
1. En un congelador.
2. Bajo una máquina de cortar el césped. Era un regalo de cumpleaños.
3. Comida por unas donuts asesinas, una pizza, unos tomates y una musaca.
4. Estrangulada por el cable del teléfono. - ¿Fue a ver a los niños?
5. Caída en una cloaca. Gritó, pero nadie nunca la oyó.
6. Fallecida por culpa de sus heridas. Torturas severas en un torreón estilo sadomasoquista con un bufón y un caballerizo. Ella ahuyentaba al carcelero.
Un día percibí una cara de mujer por la calle.
Sobre la vereda.
Pues bien, nadie me creyó.
Es lo que ella dice. Cada día antes de ir a trabajar. Cerca de las diez de la noche. Con una vocecita y nadie le cree.
Un día me encontraron desecha en mil pedazos. Es angustiante esta historia sobre el tratamiento. Todo eso por culpa de ciertos momentitos que se han alargado de nuevo. Un apretón de manos y un encuentro fortuito. Un día estalló en llanto y nadie logró recuperar todos los pedazos.
Para su cumpleaños. Ella salió. Del vagón, es lo que ella dice, que salió por un apretón de manos. Fuera del vagón. Y aquí. Se lo olvidó. La cartera. La dejó irse. La cartera. Junto con el tratamiento. Se deshizo en lágrimas, alguien se resbaló, ella se sintió culpable y se juró que no volvería a llorar.
Alguien ha debido notarlo. La cartera. Ella lo notaba. Lo notaba, puesto que tocaba uno de sus pies. No tenía más que un zapato. Lo había puesto bajo aquel pie. –Cuando me siento sobre este asiento, la pongo siempre bajo ese pie. El que no tenía zapato. – El otro, se lo habían robado. Es lo que ella dice, bien fuerte, cuando se sienta sobre ese asiento, para no olvidar que ha puesto su cartera bajo ese pie. El descalzo – ¿Conoce usted la historia de Cenicienta? Mi madre ha dicho siempre que era una puta. Las mujeres no tienen nada que hacer en la calle después de medianoche.
Con el frío, hay momentos en que ya no lo siento verdaderamente pero, cuando me quedo dormida, me despierto a menudo con un solo zapato. Vaya uno a saber porqué y, con el frío, ya no siento mis pies. En fin, el descalzo. Aquel, ya no lo siento. Al principio sí, pero después, no, ya no lo siento. Siempre me quitan el pie izquierdo. Está bien, soy diestra, es lo que me han dicho. Tengo más fuerza en el derecho, cuando tengo que saltar sobre un solo pie. Me desplazo con frecuencia sobre uno solo de mis pies. Cuando, por ejemplo, salto para evitar los charcos. Los charcos de aceite de motor en el estacionamiento. Al lado de su almohada.
El teléfono suena: ella levanta el tubo – ¿Estaba durmiendo? ¿Fue a ver a los niños? – en ese preciso momento, un tiburón sale de la arena y la corta en dos.
Imagínese si fuera un niño que él hubiera encontrado, un niño, él lo habría tomado por un caramelo, una cosita dulce para ponerse en la boca. En la boca del niño. Eso habría formado burbujas en sus comisuras si hubiera caído. Cuando ella mira su plato ciertas veces, tiene la impresión de que la comida va a tragarla. Tiene que comer con los ojos cerrados. Masticar con los ojos cerrados. Salivar con los ojos cerrados. Tragar con los ojos cerrados. – Me veo sumergiéndome. Dentro de un plato. Me veo sumergiéndome. Dentro de un frasco de aceite. Saco la cabeza y me veo sumergiéndome. Sumergida nuevamente. Caer en el fondo de un agujero y gritar sin que nadie me oiga. Cuando camino descalza suelo resbalar.
A menudo, ella toma sus pastillas y luego duerme. Cuando se despierta, olvida que ya se ha tomado las pastillas. Esto le sucede menos que antes, aunque todavía le sucede, pero menos que antes. Al menos desde que es seguida. Seguida más de cerca. – Tengo de verdad la impresión de ser seguida y me gustaría pedirle que camine adelante. Eso sería tranquilizador. Nadie me escucha jamás, pueden acaso ustedes pedirle que camine adelante, por favor, que eso me iría bien.
Son las diez de la noche.
Un hombre la espera delante de la puerta.
En un auto con vidrios polarizados.
Ella sale para cuidar a los niños.
Ella es maestra.
Es lo que dice.
Que es maestra.
Sobre el andén, al costado del vagón, una rata en K-Way amarillo entra en su duvet. Una vez más, ella desaparece. Está inquieta porque es dulce. Muy dulce. Es verdaderamente muy dulce cuando te lo ponés en la boca. Se siente un gusto de verdad muy dulce, marcadamente dulce. Por otro lado, es bastante agradable, ese gustito. Pero imagínense, un niño. Lo habría comido, lo habría tomado por un caramelo. – Ella está muy angustiada porque piensa en el cuerpo de ese niño. Es muy peligroso. Le angustia pensar en un niño recostado sobre un andén. Le angustia la imagen de un niño sobre un andén que tiene convulsiones y que se babea encima mientras tiembla. Ella ve las burbujitas sobre la boca del niño. Un cuerpito de niño golpeándose la cabeza contra el suelo. Un niño que yace sobre un charco de sangre. – Este tipo de cosas no son para los niños. No son juguetes. Ni caramelos. Con el tratamiento no se juega.
Son las diez de la noche.
Un hombre la espera delante de la puerta.
En un auto con vidrios polarizados.
Ella sale a cuidar a una persona mayor.
Se olvidó de ir a ver a los niños.
Siempre le ocurre lo mismo.
Igual que con el tratamiento.
Hay algo que le aprieta la garganta. Algo que le aprieta la garganta muy fuerte. Necesita un seguimiento, tal vez más importante. Detrás de ella, que alguien la siga, permanentemente. Verle la cara podría tranquilizarla. Pues más adelante, entonces. Que alguien la siga, pero desde adelante. Que le diga de echar una mirada a su bolso, que le vuelva a colocar el zapato cuando ella lo deje caer.
Deme el tratamiento, le juro que lo seguiré esta vez. Mejor que ayer. Y mejor que hoy. Me podría hacer un favor y darme mi tratamiento, le juró que jamás le vendí droga a ningún niño.
A veces le sucede que observa su rostro. Da un alarido para que él tenga miedo y para que huya aun si ella sabe que no es él. Nunca es él. Ella se rasguña hasta sangrar. Con ambas manos sobre su rostro. Cava surcos en sus mejillas para luego sobresaltarse y pedir que giren la perilla. – La luz, vuelvan a encender la luz. Estoy extenuada. La luz, es algo que enloquece, cuando una se ha quedado encerrada en la oscuridad, pero necesito ver con más claridad. Una enloquece cuando está arrinconada en un espejo.
Su boca cae algunos centímetros, hacia la izquierda. Hacia abajo. Baja suavemente. Se perciben las burbujas, las pequeñas burbujas bajo una mecha de pelo que cubre su rostro. – No es mi pelo real. Es una peluca. Tengo el cráneo rapado ¿querés ver?
Son las diez de la noche.
Un hombre la espera delante de la puerta.
Se olvidó el bolso. Con los niños dentro.
Se olvidó el bolso, pero sin querer.
Se lo olvidó físicamente.
En su cabeza hay como electroshocks para mantenerla verticalmente. Para no quebrarle la nuca tan violentamente durante cada caída. Es agotador. Dice que estas historias de tratamientos es algo que enloquece, ejerciendo presión sobre sus codos con el fin de permanecer agarrada. Es una presión que intenta mantenerla de pie. Ella se sobresalta. Se sobresalta y vuelve a abrir los ojos. – Abajo tengo el cráneo rapado. ¿Querés tocar?
Ella se acerca a la puerta.
Un hombre la espera delante.
Son las diez de la noche.
Ella se acerca a la puerta y vuelve sobre sus pasos. – ¿Sabe cómo anda el niño? – Ella vuelve sobre sus pasos para pedir noticias del niño. El niño que habría podido tomar su tratamiento.
*Llama un extraño es asimismo una película de 1979 dirigida por Fred Walton, con Charles Durning y Carol Kane.