
Te dicen que ese país es el país de los volcanes, de los terremotos, pero solo lo recordarás por las chinches. En fin.

UN TEXTO DE
TRADUCCIÓN DE
Te parece que son chinches. Lo sospechabas. Chinches. Pulgas. Ácaros. Piojos... pero no ves nada. Basta con que apagues la luz para sentir el suave rasguño de los bichitos. Sientes el paseo de los tarsos en la superficie de tu cuerpo, la cabalgata de los trocánteres, esos tiernos chupadores... ¡Qué cosquillas! Te beben a sorbitos. Enciendes la luz de la habitación. No hay evidencia. No te acostumbras. Revisas cuidadosamente la cama en toda su extensión. Pasas horas (¿horas?) quitándote puntos negros. Sospechas que son cagadas de insectos. Eso sí que es algo. No duermes bien.
Vas a la universidad, al despacho de una entomóloga. Le preguntas por qué eligió ese campo. "Me gusta". Te recibe sin sorpresa y sin fastidio. Acepta las muestras de —de lo que le traes. Te advertimos que debías pagar los análisis. La profesora no te pregunta nada: "Regrese en unos días". Y te sonríe.
Te deslizas en la pequeña galería del departamento de zoología, tu mirada se pasea por las boiseries de la pared; crees estar en un gabinete de curiosidades. Deambulas un poco, das vueltas en círculos, el espacio no se extiende. Lo contemplas: una habitación flamante, muy parecida a las chicas del lugar. Se parecen —mucho esfuerzo, siempre petisas. Estás en una ciudad bastante provincial, la segunda más poblada del país, en una pequeña facultad, una de las más prestigiosas del Estado. Te acostumbras; vives allí.
Miras atentamente los caparazones de las tortugas que te rodean, las mariposas que ya no vuelan. Te fijas en las arañas venenosas. Las arañas resaltan. ¿No preferirías una araña? Algo que pudieras aplastar.

La entomóloga ha vuelto. Te recibe en su despacho. Te ofrece té. Aceptas. No aceptas el café. En realidad, aquí no aceptas lo que se hace pasar por café: un polvo mágico. En los restaurantes se especifica si el café es café. Te pide que te sientes. Te quitas la chaqueta. Te ajustas la bufanda de una manera más adecuada. La especialista te confiesa que las muestras contienen pequeñas cantidades de tierra, de piel, etc. —te confiesa que hay un villano que no puede identificar.
Busca en los muebles, extrae especímenes: insectos cuidadosamente guardados, aislados bajo vidrio. Te presenta a la familia. Este frecuenta el campo, este recorre las casas viejas de madera. Este se ve, este escapa al alcance de tu visión. Te señala una lámina de vidrio, aparentemente vacía. Este se baña en tu sangre, se la bebe, la disfruta —otra lámina, otra maldición. Este provoca pústulas, este suscita impotencia, náuseas, una agitación eufórica. Este. Aquel. Le agradeces. Te pones la chaqueta. Te arreglas la bufanda según los usos.

Le traes macarrones de la pastelería francesa. Hay una.
Sufres a la hora de acostarte. Te angustia aún más invitar a alguien a tu cama. Esa posibilidad. Tienes la sensación de haber contraído una enfermedad venérea indetectable. Pones un preservativo alrededor del colchón, otro alrededor de la almohada —para encerrar a los que están dentro. Quedan las sábanas, las mantas.

Te haces lavar la ropa dos veces. Reduces los suéteres tejidos. Uno de los dos ya no puedes usarlo. El otro es azul. Te levantas y te percatas de las picaduras. Tu jefa te da unos días libres porque el director cree que es mejor que te calmes un poco. No dejas de deleitar a tus estudiantes con estas aventuras nocturnas, te disculpas, muchas veces, por tu estado, por la hora de llegada a clase, por los exámenes no corregidos —pero sospechas que son las malas lenguas de tus colegas las que te han liberado de tus responsabilidades.
Tu jefa le explica al director que las costumbres difieren en tu país, que allí a nadie le molesta que alguien se quite los zapatos en la sala de profesores. Dice que «Es cultural». Protestas, al tiempo que experimentas el ballet infernal de la tropa.
Tu jefa —una mujer bonachona— te confía que «Nos corresponde a nosotros apoyarte», pero que hay chicas en el departamento. Ella busca la palabra —tú se la das: ¿histéricas, dramáticas? No hay nada que hacer. Ella envía un correo electrónico para aclarar las cosas: no corres el riesgo de infestar a los demás. «No tengas miedo». Eres un colega, un extranjero que necesita ayuda.
Y regresas.

Está bien. Te despides de tu trabajo. Algunos días. Subes a la colina. Ahora vives con los músicos. Nadie debe respirar el aire. Se evacúan las estancias. Vienen a exterminar. Uno trae una guitarra, otro un parlante. Todos cantan. El viento sacude los pinos. La segunda vez que el exterminador aparece, es mucho menos divertido. El tipo se va, y parece que se eternizan. Pero esta vez, los chicos tienen proyectos —todos ocupados. A ellos no les importa, excepto a la novia del grandulón que quiere quedarse en su habitación. Sin que importe el veneno.

La entomóloga te aconseja que aceptes tu vida tal cual es, leprosa, feliz. Te pregunta si estás utilizando otro champú, otros tratamientos. No, siempre lo mismo. Sugiere que es el estrés. Consultas al médico dos veces. La primera vez la doctora te devuelve el dinero, ya que a esa hora de la mañana tu piel no tiene marcas. Ella admite que no tiene las competencias necesarias; es mejor encontrar un especialista. Por qué no en la universidad. Supone que (bien) podría haber alguien interesado en los parásitos.
En la segunda consulta, otra doctora trota detrás de ti en tacones y medias negras con motivos florales. «Respire». Esta se toma el tiempo de escucharte antes de derivarte a la recepcionista para el pago. Sus piernas no valen tanto como sus zapatos. Te firma una receta. Pastillas para desensibilizar la piel al medio ambiente. Es un poco tarde.
Infectas a una colega, una amiga que te ayuda a escapar de tu antigua casa.
La propietaria insiste en que ese polvo negro que encuentras en tu cama no es más que café. Protestas, «¡Es la misma señal!». Ella te conoce. Destripas una bolsa de café colombiano. El paquete se desparrama en la habitación. Le haces probar su primer expreso verdadero. Te ayuda a coser los botones de un suéter viejo. Sus hijos te acompañan a buscar un duplicado de tus llaves en la casa de una compañera de trabajo. Andas en pantuflas. En realidad, en mocasines. Tienes principios.
Es tarde. No conoces la ciudad. Tienes miedo. Cierras la puerta con llave. Te bañas. Te olvidas de las llaves.

Ella viene una noche a tu habitación con una linterna para buscar debajo de tus frazadas. Te despiertas por la mañana con las piernas rojizas.
Tu amiga también. Le reembolsas el dinero que costó la fumigación de su habitación. Parece ser eficaz. Se rasca en clase. Va al baño para descubrir unas piernas marcadas. Continúa. Disminuye. Resurge.
Quieres estar solo. Te vas pronto. Al sur. Y después.

Vuelves a casa. A casa de tus padres. Fantaseas. Un tronco de Navidad. Ostras. Las crêpes de tu madre, etc. No tienes la intención de llevar contigo a los pasajeros. Si los hay. Siempre los hay.
¿Qué esperas? ¿Qué estás esperando ? ¿A quién?