
A Rosario la vi por última vez hecha una ráfaga de desesperación, luego de que gritara mi nombre y azotara mi puerta; al abrir, vi su cara descompuesta; tartamudeaba que no quería, que la ayudara porque no quería, metió en mi bolsillo una fotografía suplicándome que... Unas manos pálidas y deformes la agarraron por detrás mientras yo la tironeaba hacia mí. Las manos pálidas eran más fuertes y me hicieron caer; la voz de Rosario se fue alejando en un gemido subterráneo y eterno. Cuando recobré la conciencia, mi casa parecía haber participado en el forcejeo, no había ni un cajón ni un libro en su lugar, todo se había huracanizado. Hasta mi cuerpo, en cuyo interior parecía haber quedado encerrado un temblor perpetuo; pero, contradictoriamente, en la pieza flotaba un aroma cautivante, relajador.
Nuestra amistad con Rosario nació en el pequeño banco del colegio, y allí fue creciendo hasta transformarse en un “para toda la vida”. Y hasta ese día que apareció llamando a mi puerta con desesperación, siempre creí que se las arreglaba muy bien para salir adelante en cualquier cosa, y cualquier problema.
Quedé preocupada, y también ofendida, porque no me había contado de sus apuros; comencé a indagar en un lado y otro, dándole vuelta a toda la información disponible, porque no podía, no quería, no podía dejar que nada malo le sucediera. Donde iba, mostraba la extraña fotografía que Rosario había puesto en mi bolsillo, pero no era de ella, no era ella quien aparecía allí, ni nadie que yo conociera. O tal vez yo no la reconocía. Nadie se interesaba mayormente en ella, ni siquiera los detectives. Insinuaron que quizás estuviese muerta, y que por lo tanto olvidara el asunto. Por esos días vivíamos tiempos conflictivos y eran muchos los que buscaban a sus seres extraviados. Entonces seguí el único camino que se me ocurrió: hablar con amigos comunes, preguntar en las postas, llamar a la pensión donde vivía. De todas las respuestas, una me pareció inquietante: “La última vez que la vi, la noté alterada, con delirio de persecución”. Yo sabía que no era así, que solo vivía para sus estudios; de modo que seguí intentando saber de ella.
Cerca de dos semanas después, supe dónde estaba. Se había ahogado en la Caleta Portales, al menos esa era la información que daba el diario. Ahora mi búsqueda de la verdad se tornó obligada. No podía, no quería, no podía dormir, comer, ni pensar; la continua visión de esas manos arrancándola de mí y su foto en el diario me acicateaban a cada paso. Decidí ir a Valparaíso. En ese momento, no podía sospechar que ese viaje estaba determinado desde mi nacimiento.
Allí en el puerto, me paré en la esquina a observar la casona; con Rosario había venido muchas veces pero nunca me detuve a mirarla desde fuera. Ella me introducía a escondidas; la patrona tenía prohibido que se quedaran las visitas, así que mis estadías allí habían sido las de un fantasma.
Era una casona de estilo francés, con tres pisos más el ático, rodeada de un frondoso jardín. Toda ella sugería una estoica llegada al puerto, para infiltrar sus aristocráticas raíces en Valparaíso.
La casera pareció reconocerme pero argüí que me confundía. Me costó convencerla de que no había venido antes y de mi necesidad de alojamiento. Era una mujer muy pequeña, de cara trazada por surcos que parecían labrados, pero su mirada era pícara y su expresión diáfana. Me miró como sabiendo que mentía. Le dije que estaba sola, que no tenía dónde ir y que si me dejaba entrar, pasaría desapercibida. Sonrió maliciosamente, pero a las finales aceptó mintiendo una excepción, porque la pensión era para gente que trabajara fuera o estudiara. Al ir tras ella, me pareció ser guiada por un pequeño duende que no tocaba el piso al caminar. Ahora no estaba entrando como vapor bajo la puerta ni pegada a la pared, de modo que por primera vez contemplaba el interior en toda su dimensión, y pude reparar en los cuadros que Rosario me describía en detalle. La mujercita seguía hablando, y aludió al lleno de la casona para darme una habitación en el ático; la pieza era muy espaciosa, aunque la distribución era irregular; en uno de los muros, se veía con claridad una puerta que había sido tapiada y tratada de ocultar; la única ventana daba a un patio interior finamente ornamentado, y su posición permitía ver un pedazo de mar.
Estar allí me intranquilizó, me desordenó aún más por dentro; saqué mis cosas, también la fotografía que llevaba en el bolsillo desde la desaparición de Rosario, y la pegué en la pared. En realidad, la misteriosa fotografía era un pequeño retrato en sepia de una joven sentada en un taburete. Con una mano sostiene delicadamente una rama, o más bien una vara con algunas hojas en la punta. La otra mano descansa sobre el taburete. La joven está envuelta en una manta pero visiblemente desnuda bajo ella. Me parece extraño, pero lo primero que veo, cada vez que miro el retrato, son los ojos. Todo lo demás se pierde, incluso su entorno, salvo sus ojos, que me parecen cansados, casi tristes; dan la impresión de unos ojos que hubieron de asear la pieza, dar de comer, lavar y complacer al artista; otras veces siento que sus ojos reflejan el cansancio gozoso de una noche de pasión, y que es solo eso, cansancio por amor. La foto está ajada y parece desdibujarse cada día, como se desdibuja mi antigua tranquilidad. Todo pareció muy normal allí en la pensión, salvo que la segunda noche un ruido como de algo arrastrándose llegó hasta mí desde detrás de la puerta cegada y no me permitió descansar.
Durante mi permanencia, me llamaron la atención dos cosas: de día la casa mostraba una exótica decoración que la hacía distinguida, y el retrato del marido de la casera que estaba en el living. Recordé los comentarios de Rosario cuando me decía que el muerto se había quedado allí para vigilarlo todo. Yo estaba caminando en redondo para ver si sus ojos me seguían, cuando sorpresivamente, la casera, entrando en la habitación y sin mirarme dijo:
—No es el retrato de Dorian Gray.
Salí rápido y dejé de husmear.
Luego traté de hablar con los demás, lo que me resultó muy difícil. Parecían parte de la decoración, solo llegaban a las comidas, después desaparecían en sus cuartos; con los que pude hablar, sabían poco o nada de Rosario, parecían no tener recuerdos. Y todos respondían con la misma negativa al ver la fotografía. Me pareció que nadie quiso reconocerla. La casera deambulaba como multiplicada por cuatro, no hubo lugar donde no me la topara. Así, gradualmente, solo me quedó la cocina como punto de observación.
La cocinera, bonachona y risueña, parecía estar ahí desde siempre. Le inventé una historia de orfandad y esfuerzo que me hizo acreedora a los mejores platos de la pensión. Pronto, una tercera cosa llamó poderosamente mi atención: la vajilla era fina y antigua. Tiffany, decía en jarrones y tazas.
Entonces supe por qué la casa me había parecido distinguida: todo llevaba a volver a un tiempo muy antiguo, casi al siglo pasado diría yo.
Al cuarto día supe que los ruidos nocturnos eran del hijo de la casera que tenía la habitación contigua a la mía, donde nadie podía subir, ni siquiera la mujer del aseo, solo su madre. Ese día me lo topé por casualidad en la cocina, ya que rara vez se dejaba ver por los inquilinos. La cocinera vio mi inquietud y se acercó para presentarnos. Era un idiota de ojos maravillosos, al que la baba se le acumulaba en la comisura de los labios cada vez que pretendía decir algo, y al caminar flectaba las piernas. Alargó hacia mí una mano dura y deforme. Entendí por qué no se dejaba ver, ni asistía a las comidas; esas manos hubieran hecho de él un contorsionista para llevarse el alimento a la boca. Desde entonces, por las noches, el arrastre de sus pies fue fuerte y claro.
No sé si por casualidad, cada vez que salía de mi cuarto la casera pasaba volando sobre el piso, y yo me quedaba mirándola por si era mi error encontrarla mucho más pequeña y más veloz. Ella solo dejaba oír su voz para reiterar que ya no tenía necesidad de salir a buscar trabajo para quedarme, que me permitía estar todo el día en la pensión. Cierto día le hice el comentario a la cocinera de lo pequeña que veía ahora a la casera. Después de reírse muchísimo, me dijo que su trabajo era más grande que ella, que por eso volaba. Aprovechándome de su risa, volví a preguntarle por Rosario, pero esta vez le mostré la fotografía. Su reacción fue durísima, ordenándome que dejara de preguntar cosas que no me incumbían. Después pareció reaccionar, tomó mi cara entre sus manos pidiéndome que me olvidara de todo. Me senté en silencio a mirar el vacío y escuchar lejanamente cómo la voluminosa mujer cambiaba de tema. Mientras desgranaba porotos, se remontó a la vida del padre del idiota. Él había pintado todos los cuadros que la casa lucía, incluso su propio retrato. La mujer hablaba del pasado como si lo hubiese vivido. Su voz me parecía lejana, y no escuché cómo el pintor terminó en la ruina, haciendo afiches para los cafés, ni cómo acabó sus días encerrado en su cuarto, ni cómo conoció a su esposa, que salió misteriosamente del ático con un idiota en los brazos, para en poco tiempo volver a la casa su condición de muerta renacida. Ella fue, decía, ella nos volvió de las ruinas.
Los dedos de la mujer se perdían entre las vainas y con ellos los detalles de su historia, pero yo no lograba concentrarme. De pronto, se me agolpó el tiempo, el olor de la casa, la fotografía sepia, el color de las murallas. Había reparado en las personas, incluso en los ojos de la joven del retrato, pero no en la ambientación, no en los muebles: los muebles que se diluían en la foto estaban en la casa. Sabía que los había visto, hasta ese momento no entendía por qué llamaban tanto mí atención. De golpe, quise saber toda la verdad y comencé a gritar a la cocinera, pero ella siguió hablando sin verme. Fui a buscar a la casera, pero no estaba en ningún sitio. Volví a la cocina, la abultada mujer me miró y solo dijo que ella no hablaría, y que si alguna vez había visto algo, lo había olvidado por completo. Me senté a esperar a la pequeña mujer, que no apareció; la cocinera no volvió a abrir la boca. El cansancio y el temblor que se habían acunado en mi cuerpo, me hicieron subir al cuarto.
Allí me senté frente a la fotografía, que nada decía, excepto los tristes ojos de la modelo que tanto se parecían a los de Rosario. Me asomé por la ventana a mirar el mar y vi al idiota justo en medio del patio interior. Al oír el ruido del postigo se volteó, y para verme echó hacia atrás la cabeza y su boca se abrió sin control, como dejando escapar caracoles, que marcaban su paso de los labios al cuello. Su posición era incómoda y temblaba. Levantó un brazo para llamarme; su cara me asustó, como asusta la verdad, y cerré la ventana. Comencé a dar vueltas por la pieza, a sentir que los espacios no correspondían, que el techo estaba inclinado ostensiblemente hacia el centro, que la pared de la puerta tapiada era oblicua. La pieza empezó a dar vueltas, a su vez, solo había rectas y curvas, que podían dibujarse para señalar direcciones más allá de los límites de nuestro espacio. No lograba controlar mi temblor, cuando volví a reparar en el ambiente del retrato y en la acumulación de objetos que había en él, los mismos objetos que había distribuidos en toda la casa. Bajé al living donde estaban los libros dispuestos de igual manera y en el mismo mueble, el taburete con una cabeza de perro en el descanso de la escalera; la silla detrás de la modelo era la que ocupaba la casera. Fui al patio interior y el idiota aún estaba allí. Se quedó mirándome fijamente, como si dentro de él hubiera habido otra persona queriendo hablarme.
No tenía claro por qué, pero había creído en sus ojos. Esperaría a que el hombre que vivía dentro de él y luchaba desesperadamente por salir me aclarara las dudas. Sí, esperaría, como había esperado ya largo tiempo en la casa, sin haberlo percibido.
Desde entonces, mi excitación fue mayor, y cada vez que quise salir, surgía algún impedimento que me hacía sentir acorralada.
Desde mi último encuentro, el idiota se dejó ver durante el día abriéndome la posibilidad de saber lo que quería, así que mantuve la esperanza. El único inconveniente era que su madre no lo dejaba nunca solo. Fue así como descubrimos que podíamos comunicarnos de otra manera, y una extraña complicidad se hizo parte de nuestros gestos, aunque sus ojos siempre decían algo más. Un día lo invité a salir, dijo que no. Que nadie salía de allí.
En una ocasión, la cocinera —ya casi mi cómplice— me pidió que la siguiera, y me guió hasta la bodega donde el idiota esperaba escondido tras unos barriles. Apenas me vio, comenzó a hablar. “Yo no fui”... dijo, la fui a buscar porque la quería, ella, ella se lanzó... porque no pudo, no pudo...” Intentaba hablar más rápido, parecía haber ensayado para hacerlo, pero la involuntaria rebeldía de sus músculos no lo dejaba. Sumida en un raro sentimiento que despertaba en mí, lo ayudé a terminar las palabras. Quería saber cómo había muerto Rosario, quién era la mujer de la foto, pero la cocinera golpeaba la puerta cada vez que la casera se acercaba. Tuvimos que dejar la bodega. Por primera vez, lo abracé, diciéndole que le creía. Llegamos por separado al living. Su madre guardaba unos cuadernos y, sin mirarnos, preguntó si nos habíamos divertido. El idiota me hizo un guiño señalando el retrato de su padre, cuando la casera se lo llevaba. Tuve la impresión de que al hombre del cuadro le corría un hilo de saliva por la boca.
Noches después, el de los ojos que hablaban por él llamó a mi puerta. “Trae foto”, fue lo único que pudo decir. Lo seguí hasta su cuarto. Se paró en el umbral y, sin mirarme, agitó su mano dificultosamente, indicándome que abriera la puerta. El temblor, que hacía tiempo se había ido de mi cuerpo, volvió y tuve que acumular el valor necesario para abrirla. Cien años parecieron no haber servido de nada ante el ramalazo de antigüedad que dominaba el cuarto. La foto que llevaba en mis manos parecía desdibujarse como se desvanecían los contornos del tiempo en la habitación. No había miedo ni frío, no había olor ni angustia, solo el pasado, perpetuando allí una energía tibia, que detenía, que atrapaba, que invitaba maliciosamente a quitarse la ropa y posar para el artista. Las paredes estaban llenas de cuadros. Solo diferían en tamaño, pero en todos había el mismo contenido y la foto que yo apretaba contra mi estómago podía corresponder a cualquiera de esos cuadros. El individuo de los ojos tiernos se acercó a mí y con un delicado gesto me quitó la foto, la dejó acostada en una mesa llena de pinturas y pinceles, me pasó una manta como la de los retratos indicándome que me la pusiera. Al voltearme la casera estaba detrás, mis músculos se congelaron por completo, ella me quitó la ropa me envolvió con la manta y me sentó en una silla. Había perdido el control de mí misma, no podía hablar ni moverme, la mujer me había atado a la silla y cada miembro de mi cuerpo solo obedecía a lo que ella dispusiera. El idiota comenzó a llorar, contándome que todas ellas habían vivido en la pensión, y que a todas las había querido, pero que nunca había matado a nadie; se dirigió a un atril y con su mano pálida y deforme comenzó a pintar mientras su madre cortaba mis venas y dejaba caer el líquido espeso en un recipiente repitiendo que así se perpetuaba la vida. El idiota asentía entre lágrimas, mientras seguía pintando el retrato de mi muerte.