
UN CUENTO DE
Traducción de
No sé si sea cierto lo que cuentan. Al parecer el amor a primera vista es nada más una cosa química, unas hormonas súper potentes a las que uno no puede oponer resistencia alguna.
A Jean-Marc, cuando lo vi en el bar, me dije, Ese es para Mí. Olía a casa elegante, a sillón de cuero, a vacaciones exóticas, a niños educados y bien peinados. Enseguida me imaginé la vida que podría llevar con él. Y no es que yo sea una tipa sedienta de dinero, de esas que quieren dejar boquiabiertas a las amigas e ir a pavonearse a la Costa Azul. No, yo nada más quiero estar tranquila. Y para eso sirve el dinero. Para la tranquilidad. Ya no tener que lidiar con esa pinche chamba, ya no paniquearme cada fin de mes, empujar el horizonte un poco más allá de la punta de mi nariz.
Jean-Marc y yo hicimos conexión enseguida. Todo era fácil, cómodo, íntimo. Él hablaba mucho, y yo lo escuchaba mucho. Ya éramos dos, y yo sorbía sonriente mi coctel a doce euros.
La primera vez que vino a casa tuve miedo. En materia de decoración me las arreglo bastante bien, tengo algunas ideas y buen gusto, pero tampoco puedo transformar una pocilga en un palacio. Así que para hacerle olvidar las goteras y el ruido de la tele de los vecinos se lo aposté todo a mi apariencia, preparé una súper comida y, sobre todo, me aventuré completamente con el postre.
Tarta noruega. Directo al blanco.
Sí, esa chuchería bien chic rellena de merengue que tiene crema en forma de olitas caramelizadas encima, el postre de ricachón que sale en las revistas, pues sí, ese preparé. Estuve ensayándolo noches enteras. Me decía, Si estropeas esa cochina tarta noruega, queridita, lo que vas a estropear es a ustedes dos.
Cuando saqué toda la parafernalia, Jean-Marc se quedó pasmado. Le brillaban los ojitos, nunca me había parecido tan genuina esa expresión.
Y yo no me di aires de grandeza así de ¡tarán!, me rompí el alma, hice el postre de mi vida, no, actué de lo más natural, como si fuera una cosa de todos los días. Así era más impresionante.
Jean-Marc se sirvió tres veces más y justo después hicimos el amor, en la cocina.
Vi la casa, los niños y las vacaciones exóticas aproximarse a pasos agigantados.
Ya no podía bajar de nivel. Empecé a comprar libros, a ver tutoriales, a ir seguido a tiendas especializadas. Tarta Saint Honoré, selva negra, savarín, bávaro, macarrones, merengues, profiteroles, Paris-Brest, diplomates, pithiviers, carlotas, trufas, mokas. Hice de todo.
Entre Jean-Marc y yo todo iba sobre ruedas. Él seguía hablando mucho, como siempre, y yo lo seguía escuchando mucho, como siempre.
Me presentó a su familia. Gente adorable, tranquilla, forradísimos de billete.
Para el cumpleaños del papá de Jean-Marc, me encargué del postre, un enorme pastel piramidal con un jugador de golf en la cumbre. Esa vez superé mis propias expectativas. La belleza del movimiento y la fluidez del swing de mi mini Tiger Woods de nugatina eran asombrosas. El suegro me abrazó conmovido.
Después de eso me permití todas las peripecias habidas y por haber. Hice un Taj-Majal con spéculoos, una Gioconda con bizcocho cubierto de ganache. Enseguida mi técnica se hizo más abstracta con Democracia de masa de brioche y luego con La guerra y la paz con praliné.
Me sentía libre.
Y un día puse querubines de mazapán en medio de algunas colecitas de crema y un río de grageas. Era mi manera de darle la noticia.
Pero a la hora de la cena todo se convirtió en una película de bajo presupuesto, con todo y el tipo que palidece y que dice, Pero cómo, Estás segura de que es mío, Sabes muy bien que no estoy listo, Siempre me ha dado miedo comprometerme.
Me quedé tiesa, incapaz de articular palabra alguna. Mis querubines se derritieron, se desplomaron sobre las colecitas y los colores tomaron un aspecto parduzco. El espectáculo más triste del mundo.
Jean-Marc se fue y no se volvió a comunicar. Ni una llamada, ni un mensaje, nada. Una amiga lo vio en brazos de otra mujer. Helo ahí, más fácil y más feo que un pastel de yogurt.
Cuando al fin Jean-Marc se dignó a responder a mis llamadas me hice la chica poco rencorosa y lo invité a una última cenita. Esa noche, como siempre, él habló mucho y yo lo escuché mucho. Para el postre saqué mi tarta noruega, la misma que la primera vez. Se volvió a servir tres veces. La ventaja del aroma a vainilla es que esconde muy bien el sabor del Diazepam. Le había metido tres tiras a la tarta. En el camino de vuelta, Jean-Marc se estrelló contra un árbol de plátano. Ahí acabó.
Mathias cumplió cinco años la semana pasada. Es un niño amable, educado y bien peinado. Para su cumpleaños le hice un camión de bomberos con M&M’s. Fue hermoso, le brillaban los ojitos.