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Cajta de cartón
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[…]

 

Alexandre me habría dejado una nota si se hubiese ido donde su madre, supongo, escrita con su letra aplicada de ser contemplativo criado por sobre las preocupaciones materiales. Ha ganado una vez más: seré yo quien limpie, me agite como Marta en el Evangelio de Lucas, dueña de casa sumisa y atareada. Hago correr el agua hirviente sobre la loza amontonada en el lavaplatos, refriego los platos como si sujetara su cabeza contra las cerdas de crin áspera de la escobilla, abandono la loza y decido dedicarme a la recolección de las porquerías dispersas por todas las superficies y a distintas alturas junto a bolsas de maní, restos de pizza y latas de cerveza: pilas de diarios, folletos, obras de autores de los que nunca había oído hablar: un tal Mathieu Vaudu, por ejemplo, invita a los espectadores a una experimentación ciudadana de los Temidos Días Inminentes, volantes políticos con títulos oscuros (Por una refundación del Bloque republicano, Gran Mitín del Partido de la Justicia Fuerte). Con las manos enguantadas, tiro todo en una bolsa de basura de cien litros con doble fondo y asas reforzadas. Tomo la decisión repentina e irrevocable de botar la alfombra amarillo pipí del pasillo que no debe haber sido lavada desde que nos instalamos aquí. La enrollo entre nubes de polvo, la empujo a patadas contra la puerta de entrada escupiendo a media voz “este huevón, este huevón, ah, este huevoncito asqueroso.” “Ausencia del Nombre-del-Padre sicosis”, me citó a Lacan una de las últimas veces que nos hablamos, el huevoncito. “Deberías leer El mito individual del neurótico, debo tenerlo por algún lado, te haría bien”. Lo habría cacheteado si no fuera tan grande, con su cabeza a la altura de la ampolleta del techo, sobrevolando allí arriba las confusiones humanas, espíritu puro y sublime, síntesis de los últimos días de la humanidad, huevón, huevón, huevoncito. Compartimos el departamento parisino de la Rue des Pyrénées desde hace quince años. Al comienzo creí que su depresión, el pozo sin fondo de su depresión del cual saca la cabeza a veces, me revitalizaría como un vientecito siberiano, que mi papel obligado de alegre alma de la fiesta haría crecer mi autoestima, pero su lentitud, su atroz lentitud me la ganaron, me arriesgo a caer yo también a su pozo, a compadecerlo, me hundo. “Eso es falso, le había respondido yo, Lacan dice puras estupideces, el Nombre-del-Padre es una tontería, y te prohíbo dártelas de profe conmigo”.

 

Sin duda, de niño tenía miedo de pisar al padre, a menudo escondido bajo una mesa o sobre los umbrales, minúsculo y afligido. “¿Cómo te llamas?, le preguntaba yo al padre, ¿acaso eres tú el padre?” “No, no”, respondía huyendo más lejos, sobre sus patas nerviosas y febriles. “No no. No sé. Déjenme tranquilo.” Y se escabullía por debajo de la puerta. Cavaba también agujeros en el jardín, decenas de agujeros de topo. Tenía sus puntos de referencia, sus hábitos. Nadie lo molestaba. Una mirada lanzada de improviso sobre él bastaba para herirlo en lo más profundo. Gemía ruidosamente. “Soy frágil, susurraba, escondido detrás de los juncos cerca del estanque, soy infeliz.” Hacíamos como si no lo viéramos. Una vez, con un amigo, conseguí atajarlo entre dos puertas, con una red para cazar mariposas.

 

¿Con un amigo? ¿Pero qué amigo puso un pie en la casa? Ni siquiera Jérôme tuvo alguna vez derecho a entrar a la casa.

 

Atrapado desnudo en la red, el padre aceptaba su suerte, no intentaba debatirse, balanceaba la cabeza. No se atrevía a hacernos el numerito de las lágrimas llenando sus grandes ojos azul gris de pobre diablo. Ese día, respondió a todas las preguntas, una tras otra, sobre la guerra de Argelia, sobre su sexualidad extraña, sobre su encuentro con mamá, sin olvidar ninguna, mirándonos a los ojos. Se disculpó muchas veces. Habíamos aceptado no denunciarlo, a condición de que no se mostrara demasiado.

 

¿Pero cuándo, pero qué amigo puso jamás un pie en la casa?

 

De verdad intenté hacer existir a este padre, le explico a Alexandre ausente, volviendo a la cocina donde termino de refregar las tazas y los boles (le masajeo la cabeza con la escobilla ahora, estoy más calmado), me desviví pero no funciona. “No me voy a forzar tampoco. Deja de hincharme las pelotas con eso”.

 

Camino por mi pieza estrecha, los brazos pegados al cuerpo, moviendo la cabeza de izquierda a derecha para soltar mi nuca. Hago mis ejercicios de respiración. Aún no me llega ningún ruido de la pieza de Alexandre. Sorprendo mi rostro sobre el espejo del lavamanos. Meo en el lavamanos. No miro mi verga. Abro las cortinas, subo las persianas, abro las dos ventanas que dan sobre la rue des Pyrénées. El cielo se deforma en medio del calor seco. El barullo de la calle ingresa, esparce el espacio en la pieza. Me parece oír detonaciones a lo lejos, o más exactamente, el crepitar característico de las armas no-letales. Vuelvo a cerrar las ventanas. Contemplo mover el escritorio contra la ventana para echar una mirada de desprecio hacia la calle. El sillón del escritorio es un problema. ¡Y la luz! La luz es un drama al alcance de mis capacidades. Escribo LÁMPARAS, AMPOLLETAS sobre una hoja A4. Mañana iré en busca de las luces adecuadas. Nada me obliga a salir de mi pieza por ahora. Salvo para ir a buscar una nueva lata de Leffe 50 cl 6,6º de alcohol al refrigerador de la cocina. La vacío rápidamente, la boto en el basurero cerca de la puerta.

 

Sentado en el suelo contra la cama, intento leer a Ernst Bloch, Thomas Münzer, teólogo de la revolución, pero Ernst Bloch por sí solo, sin lectores alrededor mío para sostenerme, no basta.

 

De pie, inclinado sobre la superficie del escritorio, frente a las ventanas, mi reflejo desmesurado en los vidrios, trazo cruces sobre una hoja A4. Escribo DENME UN CUERPO. No tengo muchas ganas de que la cosa siga así. En voz alta digo: no tengo muchas ganas de que la cosa siga así, oh no. Insisto, más fuerte: no tienes muchas ganas de que la cosa siga así, ¿no? Aguardo una reacción en la pieza de Alexandre. Aún nada. Está muerto. O ausente. Muerto más bien. Decido que está muerto. Escribo:

NO TENGO MUCHAS GANAS DE QUE LA COSA SIGA ASÍ. OH NO.

Presa de la trampa, el zorro se roe la pata para escapar. Los ojos enloquecidos de pánico, los dientes sucios, corta tendones, atraviesa, desgarra, bebe la sangre caliente a pequeños sorbos, descubre su sabor, huye. EL PROYECTO incluye y permite muchas cosas, como mi pata arrancada, como la sangre (no exageres). Con (en, gracias a, colgado de, sostenido por) EL PROYECTO puedo esperar mantenerme de pie un tiempo más, pienso (a pesar de la pata arrancada, a pesar de la sangre perdida). Ponerme a salvo simplemente.

 

¿Ponerte a salvo simplemente? ¿Solo eso? ¿Escuché bien?

Sí, escuchaste bien.

 

Llueve junto al amigo de infancia. Hacemos dedo para llegar a la casa de su padre en el bosque del bocage. Su padre no fue colgado, su padre no se esconde en los hoyos del jardín. Subimos a un auto en las afueras de Saint-Lô, que nos deja al fondo de una especie de hondonada. Nos paramos en una minúscula rotonda. Blandimos en dirección de los escasísimos autos que pasan un cartón en el cual Jérôme ha escrito ESTAMOS LIMPIOS. Encontramos muy divertida esta frase, reímos, llueve a cántaros, el cartón se vuelve rápidamente un estropajo que botamos en la calzada. Nos sacamos las poleras, las estrujamos bajo la lluvia torrencial. Su piel es más oscura que la mía (trigueña). Observo las pecas que salpican su torso lampiño. Observo las gotas de sudor. Seguimos levantando el dedo bajo la lluvia torrencial. Lo observo. Su piel es más oscura que la mía. No, no llueve. El sol rompe sobre los manzanos en flor y las vacas manchadas de café. Se respira un aire caliente lleno de olores. Fumamos cigarros enrolados, imagino. Observo las gotas de sudor. Una gran parte de nuestra actividad de la época consiste en buscar hachís. Dos o tres veces unos dealers bondadosos nos quitan todo lo que tenemos sin gestos excesivos, en una ocasión ochocientos francos, que había conseguido adelantar robando un objeto brillante de la bodega. Tengo quince años, mis brazos y tibias se endurecen, pronto dejaré las inyecciones de hormonas, preferiría no ayudar más en la misa del sábado por la tarde si te parece, mamá, el incienso me ablanda, el incienso obstaculiza mi transformación en ladrillo lanzado contra los bancos, trabajaré el doble, romperé mejor los muros sin el olor del incienso en la boca. El cielo está gris, cargado de amenazas, hostil, realmente todo es posible. Todo se acerca, todo se abre al alcance de nuestras bocas y nuestras manos. He comprado una polera Levi’s muy cara Black is beautiful que me pongo en cada ocasión, una polera que no se ve bajo mi alba blanca el sábado por la tarde, es mi única ropa de marca, me enorgullece, tuve que juntar plata durante un largo tiempo, me siento absolutamente Black is beautiful. Todos los días. Con mi polera Levi’s Black is beautiful soy más fuerte y más verdadero, soy por fin yo mismo. Jérôme prefiere que no use el sombrero de ala estilo Alain Delon cuando salimos juntos. Tengo el cabello largo como Jérôme pero me han salido pelos sobre el pecho y las mejillas. Vamos a irnos pronto de este país de pelmazos. Nos preparamos a cruzar la ruta de ricas herederas en un bar de la costa, en Deauville o Cabourg, que nos llevarán a París. Visualizamos las faldas de las herederas cuando se acercan a nosotros en una terraza y nos pagan un trago. Llevan ropa de marca, cosas caras. Las herederas van siempre de a dos. Jérôme, más experimentado, lanza sus redes hacia la morena de actitud desvergonzada, yo hacia la rubia frágil. La voz de Jérôme en la rotonda describiendo los muslos de las herederas bajo las faldas produce los muslos, las faldas, las cervezas blancas que nos pagan, la embriaguez, la fuerza. La morena besuquea a Jérôme, la morena es la Buena Nueva encarnada, la rubia ríe tontamente pero no desespero. Les hablo de Stendhal, les hablo del tratado de Maastricht, les hablo de mis excelentes notas en francés y en matemáticas. No hablo de la iglesia de Saint-Étienne-le-Lapidé, ni del incienso ni del alba blanca. Tengo mi polera Black is beautiful, un aplomo natural, nadie puede sospechar que agito con la muñeca un incensario en la iglesia. La morena huele el perfume sutil de Jérôme, su manejo absoluto de los códigos, él está a la altura. Apenas la voz de Jérôme se interrumpe, el recuerdo se detiene en seco. Como todos los otros recuerdos. Es una edad borrosa. Los recuerdos se retractan cuando apenas han brotado, se escapan por un agujero como una familia de topos, como papá perseguido por mamá. Probablemente subimos a un tractor que pasaba, o seguimos a pie. Nada en torno al recuerdo, casi nada en el recuerdo, como si nada hubiera ocurrido. Permanece la imagen de nosotros dos, adolescentes, bajo la lluvia o el sol, las pecas salpicando su torso, al fondo de la hondonada, en un campo montañoso del bocage normando —manzanos, la hierba abundante, el mundo chorrea. Todo se precipita hacia nosotros.

 

EL PROYECTO permite aguantar. Encuentro un fondo de whisky en una botella sobre el refrigerador, escondida detrás de cartones y sobres. En teoría, no es veneno para ratas. No, probablemente no. Me tranquilizan la etiqueta Jack Daniel’s, la forma de la botella muy similar a una auténtica y banal botella de whisky, el olor también. En principio Alexandre no busca matarme, aún no hemos llegado a ese punto, pero creo recordar que prefiere el vodka, la botella ha de haber sobrevivido a una antigua fiesta, cuando invitábamos a gente a nuestro departamento —en la época de las últimas risas, al final de los años diez. No tengo ninguna prueba de que Alexandre busque envenenarme. Examino el color, acaramelado como si en la botella hubiera whisky de verdad, olfateo de nuevo, lleno un vaso hasta el borde y vuelvo a mi pieza.

Ed. Rivages, 2019.

FRAGMENTO DE UNA NOVELA DE

TRADUCCIÓN DE

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