
Mi padre bebe un café
Entre las 14:30 y las 15:10
Desde que ella murió, mi padre
se bebe el café como solía hacer su madre:
de pie ante el fregadero
en dos sorbos estrictos.
Luego con un golpe seco abre el grifo,
enjuaga la taza y la deja boca abajo en el escurridor vacío.
Sus gestos son fríos, precisos, procedimentales.
Los rasgos de su rostro no expresan placer
o melancolía
más bien la satisfacción de una acción perfectamente ejecutada.
No es tanto el café lo que saborea,
sino la perpetuación de una imagen.
Imagen amada,
que se resiste al olvido por imitación.
Sin embargo, tal escena cotidiana reproducida
parece desprovista de sentimentalismo.
La emoción choca contra la superficie del ritual,
el momento parece desvitalizado.
Un cuerpo muerto se apodera del de mi padre
y le guía.
Al mando está el cadáver y no el amor.
Reproducimos imágenes del pasado
para despojarlas
del afecto que les teníamos.
Podría creer que mi padre expresa
mediante esta pantomima de las 14.30
el dolor de haber perdido al ser que le trajo al mundo.
Pero entiendo, a las 15.10,
una vez disuelto el poderosamente nostálgico efecto de la reconstitución maniaca
que todo esto solo ha ocurrido para mantener
lejos el dolor.
¿Hay algo más que hacer?
¿Estamos condenados
para no sufrir
a rehacer?
¿Repetir sin fin lo que no tiene origen?
¿Y por qué no queremos sufrir?
¿Hay vidas que el miedo al sufrimiento no puede explicar?
¿Vidas desprotegidas, tenaces, frágiles, heridas, abiertas y renovadas?
¿Vidas que se alejan radicalmente del origen?
La bolsa de la muerte
Fue tirada al azar la gran bolsa
de la muerte sobre la multitud
que no corrió, sino que vio
caer sobre sí el lienzo pardo
—todos quedaron atrapados.
Entonces, en la oscuridad
alguien encendió una cerilla.
Un rostro inquisitivo
observó a la gente
—panorámica fría—
que no sabía qué pensar de todo esto.
Les preguntó:
¿alguna vez durmieron fuera,
solos, en un lugar desconocido?
¿olvidaron despertarse
de una siesta en el bosque?
¿pasaron la noche en una playa
sin haberlo planeado?
La gente quería responder, pero el hombre
de rostro inquisitivo, de repente, dijo:
eso es lo que ahora
les queda
por experimentar.
¿Y luego qué?
preguntó un niño pequeño.
Pero era demasiado tarde,
la cerilla se había apagado,
el hombre se había fusionado
con la oscuridad.
¿Acaso alguien
nos acababa de hacer una broma?
¿Alguien que se había quedado atrapado
en la bolsa como nosotros
pero que, más rápido,
encontró en las tinieblas
un sitio libre —el del terror?
Me hice esa pregunta mientras el niño pequeño gritaba.
Qué difícil es pensar cuando alguien grita…
Entonces cerré los ojos
en la oscuridad
y todos escuchamos
lo que cuando teníamos la cabeza fuera de la bolsa
ignorábamos.
Todos escuchamos
nuestra ignorancia inflándose
y nuestro deseo
de ignorar aún más.
Por favor ¡hagan
que todas las cerillas
se ahoguen!
Pero alguien susurró:
demasiado tarde, demasiado tarde.
Y otro se rio.