
DOMINGO
PAULA BOENTE
El domingo, la casa crujió y se quebró en pedazos desiguales. El sábado había sido normal. Mañana lenta y sin horario, almuerzo en la terraza, lectura vespertina y cena con amigos. Los platos habían quedado lavados y guardados. Las luces apagadas. Nada hacía prever los inconvenientes con que nos encontraríamos al día siguiente.
Cuando abrí la puerta del cuarto vi que el living se había partido por todos lados. Grietas irregulares marcaban pisos y paredes dibujando los contornos de los pequeños sectores en los que se había dividido el ambiente. Eran como fragmentos de una maqueta de cartón arrancados a girones.
Todo había tomado distancia. La mesa ratona estaba sola en una pequeña isla de parquet, el televisor junto con una silla por su lado (me alegró por Diego que le gusta ver la pantalla tan de cerca) y más allá la lámpara. El sillón quedó con la biblioteca, eso me pareció bien.
Mi casa parecía una galletita de agua que se cae al suelo y queda rota en pedacitos. Cada fragmento del piso de madera estaba rodeado de lo que parecía ser tierra negra, mugre o cualquiera sea el nombre exacto de esa sustancia densa y oscura que hay en los cimientos de las casas. Le pregunté a Diego, pero no supo precisarlo. La verdad que yo nunca me había detenido a pensar qué había debajo de todo esto, con la vida alocada que llevamos.
Tengo que admitir que así la casa parecía más grande. No entendía de dónde habían salido todos esos centímetros que ahora separaban a un objeto de otro. Tal vez el chalet había avanzado hacia el jardín.
De entrada pensamos que era sólo el living que estaba trizado, porque nuestro cuarto permanecía intacto. Pero no. Tomé impulso y salté de trozo en trozo hasta el pasillo que daba a la cocina. También ahí todo se había quebrado.
La mesada no se había partido (por algún motivo había pensado que por ser de mármol iba a estar fragmentada, ¡qué boba!). Sin embargo, se había alejado del muro, que lucía dos tonos de celeste en sus azulejos: los que veíamos habitualmente, más gastados, y los de abajo, que antes estaban tapados por la mesada. En ese sector, tres caños de distintos tamaños estaban cortados y sobresalían de la pared, redondos como bocas tratando de decir algo o de dar un grito. Me parecieron tan simpáticos que me dieron ganas a mí también de gritar. Y probé. Varias veces. Se sentía bien, como si el grito hubiera estado atrapado hacía rato en mi garganta.
Diego se acercó lo más rápido que pudo, dando grandes zancadas para avanzar de isla en isla. Lo tranquilicé, le dije que era yo que había tenido ganas de gritar, que nunca me había dado cuenta de que era una posibilidad, algo que uno puede hacer cualquier día, que quizás empezara a hacerlo más seguido, que había que soltarse un poco.
Tan distraídos estábamos con el entusiasmo de los alaridos que no nos habíamos dado cuenta de que la heladera estaba desenchufada, el cable ya no llegaba a la pared. Había empezado a descongelarse y perdía agua. El charco se escurría tierra abajo hasta desaparecer. No nos inquietamos. Mientras siguiera su curso iba a estar bien. No era cuestión de sumar problemas.
Yo me había levantado con hambre, así que aproveché para sacar de la heladera un poco de queso, jamón crudo, jalea, huevitos de codorniz y leche, antes de que perdieran frío.
Preparé un desayuno contundente, con panqueques, vuelta y vuelta, casi un almuerzo. Con la distancia y los cortes en el piso no fue demasiado cómodo el ir y venir en busca de utensilios. Siempre soñé con tener una cocina grande pero ahora la verdad que le encontraba bastantes desventajas. A veces pasa eso, uno quiere un cambio pero después se da cuenta de que se había encariñado con lo que ya tenía.
Cuando nos sentamos a la mesa, lo curioso fue que cada silla quedaba separada del resto, en su propia porción de baldosas agrupadas. Entre Diego y yo había tanto espacio que sentía como si estuviera comiendo sola. No quise decirle nada para no arruinar el momento. Él tampoco me lo mencionó. Me miraba de reojo y me sonría pero creo que se daba cuenta. Por más que estirábamos los brazos, ninguno de los dos alcanzada su plato en la mesa. Al final, opté por apoyar el plato en mi falda y Diego se paró junto a la mesa, como si estuviera comiendo en la barra de un bar. No había otra, había que optar entre estar demasiado cerca o demasiado lejos. Creo que su elección fue mejor.
Después de desayunar, Diego me propuso ir a dar un paseo y yo me alegré de que todo fuera tan distinto ese día, a él siempre hay que insistirle un poco para salir. Le dije que sí, que encantada. Pero cuando volvíamos al cuarto, se oyeron otra vez crujidos. Eran fuertes. Se sentía como si te estallaran los huesos. Solté uno de mis nuevos grititos. Diego se asustó y se puso a dar vueltas, agitado y a punto de perder el equilibrio. Yo no, me quedé quieta y esperé. Parecía importante no moverse.
Cuando volvió el silencio, la cama estaba partida. Tengo que admitir que eso me desorientó, hasta entonces los objetos habían permanecido intactos. Para colmo estaba dividida en varias partes: era imposible dormir bien, pensé mientras analizaba los fragmentos que habían quedado dispuestos como si fuera un tatetí. Me imaginé acurrucada como bicho bolita en uno de esos sectores.
Busqué con la mirada a Diego, que había quedado en uno de los extremos del cuarto junto con la cómoda. Ya está, mejor salgamos me dije y le dije también a Diego. Él negó con la cabeza pero no emitió palabra.
No importa, repliqué, me voy a pasear igual. Era domingo y el día estaba tan lindo que era una lástima quedarse encerrados. Agarré un abrigo y una cartera. No iba a ser fácil salir. Con tanto movimiento, la puerta quedaba ya demasiado lejos.

Paula Boente nació y vive en Buenos Aires. Es Licenciada en Ciencias de la Comunicación. Trabaja en el diario BAE Negocios como subeditora en las secciones Sociedad, Cultura y Tendencias. Colabora con la revista Llegás, donde escribe reseñas de teatro. En el terreno de la narrativa, se formó en los talleres de Vera Giaconi, Hebe Uhart, Romina Paula y Selva Almada. Prepara su primer libro de cuentos. Es co-guionista de Los años salvajes, proyecto de ficción que recibió un premio del Fondo Audiovisual de Chile y se filmará en 2022 en Valparaíso.
