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Cajta de cartón
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Entre 1910 y 1916 Río Grande do Sul vivió aterrorizada por un asesino de leyenda, un monstruo con forma humana que diezmó la población local sin piedad, y que convirtió a los habitantes del estado en rehenes de su furia. Un asesino sin nombre, un matrero salvaje, acechó durante esos largos años los caminos de todo Río Grande, de norte a sur y de este a oeste. Cada noche, siempre en lugares distintos, una, dos y hasta cinco o seis personas caían víctima de su cuchillo. Lo llamaban El Degollador, y nunca nadie supo su verdadero nombre ni la razón de sus crímenes.

Las víctimas eran encontradas en cañadas, a los costados de los caminos, incluso en sus propias casas. Todas, sin excepción, degolladas de oreja a oreja. Casi nunca se constataba que hubiera un robo, solo a veces faltaban unos billetes de algún bolsillo, o algunos alimentos de algún rancho. Tampoco había signos de lucha, ni motivos aparentes para el asesino. Este llegaba en silencio, degollaba a su infortunada víctima y seguía su rumbo. Ningún camino, ningún campo, ningún pueblo estaba a salvo. Hasta en los suburbios de Porto Alegre aparecieron muertos con la garganta abierta. Una vez tres morenos, gente de mala vida, fueron encontrados a pocas cuadras del centro de la ciudad con las gargantas rajadas, aunque en ese caso se sospechó se trataba de algún ajuste de cuentas que quiso hacerse pasar por crímenes del Degollador. Igual, nunca se aclaró nada.

Desde peones y desharrapados hasta hacendados que se aventuraban solos por la noche, el Degollador no despreciaba a nadie, hombres o mujeres. Jamás se supo que matara niños, pero también es cierto que muchas de sus víctimas deben haber quedado sin encontrar. Una noche, en una de sus hazañas más terribles, luego de despachar al que hacía guardia en la puerta entró al rancho donde dormían seis soldados y un teniente. Cuando los encontraron, varios días después, cada uno de ellos estaba envuelto en su manta, arrollado como en sueños, sobre un charco de sangre seca lamido por las alimañas.

 

De a poco, entre la maraña de leyendas sobre demonios y fantasmas, una imagen se abría paso. Un gaucho como tantos, solo que más silencioso y solitario, con el pelo desgreñado y la barba tupida y ya canosa. Se lo veía a veces en los alrededores de un pueblo, de una estancia, de un puesto militar. Esa noche morían dos personas, y al otro día el gaucho silencioso ya no estaba.

Se formaron patrullas para buscarlo, cuando ya se había perdido la cuenta de cuanta gente había muerto, y cuando en Río Grande ya no se salía de noche, y se aseguraban doblemente los postigones de las ventanas. A esa altura no hacía falta que nadie inventara historias del Degollador, o que dijera haberlo visto. Cada paraje había recibido por lo menos una vez su visita mortal, y las historias que ya nadie contaba, porque nadie quería escucharlas, eran reales. El Degollador no era una leyenda, era un terror real y cercano.

Por fin una noche, casi de casualidad, una patrulla militar encontró al Degollador agazapado sobre su víctima. Quién sabe qué descuido del asesino había permitido que los soldados, que como se sabe son la gente menos sigilosa del mundo, se acercaran hasta el cruce de caminos en el cual cortaba su última garganta. Unos tiros disparados casi al azar y con miedo estuvieron a punto de perdonarlo, pero una bala rebotó en una piedra y fue a metérsele en la rodilla, con poca fuerza, pero la suficiente como para encajarse en la articulación y dejarla inútil. El Degollador huyó bramando, y los milicos dudaron antes de seguirlo. Cuando se acercaron al cadáver y vieron el rastro de sangre de su presa se dieron cuenta de que era humano, pero igual necesitaron la valentía que da la montonera para seguirlo. Lo encontraron al amanecer, pálido de dolor, recostado contra un árbol, casi inmóvil por la pérdida de sangre. Cuando los vio llegar les gritó insultos y los amenazó con el cuchillo, como una fiera herida. Los soldados, prudentes, lo mataron a tiros de lejos, como a un perro con rabia. Su cadáver se exhibió diez días en el pueblo más cercano antes de ser llevado a Porto Alegre. Nunca nadie lo reconoció, nunca nadie supo decir quién había sido ese animal, y pasó mucho tiempo antes de que la gente saliera por la noche sin miedo, antes de que se atreviera a dormir con las ventanas entreabiertas. Y mucho tiempo más pasó antes de que las leyendas del Degollador fueran eso, leyendas que se pueden contar sin terror.

Cuando Saravia fue herido de gravedad en Masoller, los generales de su ejército decidieron llevarlo a una estancia cercana para intentar curarlo. Fue una triste caravana nocturna la que salió escoltando la carreta que llevaba al caudillo malherido, rumbo a una casa apenas a dos kilómetros del campo de batalla donde esperaban poder montar un hospital improvisado. Ya casi llegaban cuando un soldado les salió al paso.

—Buenas noches, señor —dijo el guardia, al reconocer a quien venía al frente de la escolta—. ¿Vienen a presentar los respetos?

Los soldados se desconcertaron. Nadie les había informado que justamente en esa casa estaban velando a dos comandantes, amigos personales del General. Era demasiado mala noticia para el herido en sus condiciones, y mucho peor meterlo en la mismo sitio del velorio. Ya pasaba de la una, la noche estaba fría y húmeda.

—La estancia de Luisa Pereira no está lejos.

El viaje parecía corto y fácil, y mejor alternativa que llevar al General a una casa con dos de sus amigos muertos. Se decidió desviar la caravana buscando una mejor oportunidad.

Fue un error, y un error grave. Recién a las once de la mañana, después de una pesadilla interminable de caminos pedregosos y hondonadas oscuras entre la sierra, pudieron llegar a la casa de doña Pereira, con el General delirando y consumido por la fiebre.

La gente de la estancia salió a recibirlos, alertados por un jinete que se había adelantado. Un cuarto se había preparado lo mejor posible para el herido. Mientras llevaba a los caballos para que abrevaran, un sargento quiso sacarse una duda con el peón que lo guiaba.

—¿Qué lugar es este, compañero? —preguntó—. ¿Cómo se llama el paraje?

—Sepulturas, señor —fue la breve respuesta.

El sargento sacudió la cabeza, triste.

—Mala idea fue —murmuró el sargento Méndez, sin que nadie lo escuchara.

Diez días duró la agonía del General en aquel setiembre de 1904, diez días de gente que iba y venía llevando las novedades a un lado y al otro. Mientras peores eran las noticias que salían del hospital improvisado, peores eran las que llegaban. Enfrentamientos, desbandadas, derrotas. Los oficiales discutían entre ellos y no aceptaban órdenes, y divisiones enteras se disolvían y volvían a sus pagos, simples montoneras de gente sin sentido al no tener junto a ellos a su líder. El General agonizaba al mismo tiempo que su ejército.

El último día amaneció despejado. Un inesperado viento tibio anunciaba la primavera, y todos se sintieron reconfortados al sentir el aire suavemente perfumado. En el pasto duro del invierno se podía notar una leve sombra verde jugosa. La gente empezó a sentirse esperanzada. El médico de Saravia  hasta sopesó la idea de abrir las ventanas del cuarto del herido, para ahuyentar un poco los olores a encierro y curaciones, pero decidió no arriesgarse. Igual no hubiera importado, porque a la una y media de la tarde  el General se murió.

Los más allegados comenzaron la triste tarea de preparar el demacrado cuerpo para los últimos homenajes. Lo desnudaron y lo lavaron, y lo vistieron con su mejor traje mientras esperaban que trajeran  una buena bandera nacional en que envolverlo. En eso estaban cuando llegó una delegación del frente, para intercambiar novedades. Todos salieron de la habitación, aliviados por la oportunidad de respirar un poco de aire fresco y ver el sol, aunque fuera con la excusa de dar la mala noticia. Los diez días de convivir con la muerte los habían dejado exhaustos, aun a los más curtidos.

Nadie se fijó que en un rincón, solitario, quedó el sargento Méndez, encogido de dolor, casi incapaz de moverse. Lloró en silencio un rato antes de acercarse al lecho del difunto para darle su último adiós.

—Hasta siempre, General -murmuró, y con mano temblorosa acarició el pelo de su caudillo muerto. Entonces notó una fina cadena de plata que rodeaba la garganta del difunto, asomando entre el cuello de la camisa y el pañuelo anudado. Tiró suavemente, y una pequeña cruz de plata, muy trabajada, quedó al descubierto. Sin pensarlo dos veces desprendió el broche de la cadena y se metió todo en el bolsillo.

—Un recuerdo, General —dijo tímidamente—. Disculpemé.

 

Se oyeron voces que se acercaban, y Méndez volvió a su rincón. Los oficiales recién llegados entraron a dar sus respetos, y justo en ese momento llegó la bandera que pensaban usar como mortaja. Respetuosamente envolvieron en ella el cadáver, y en una camilla muy similar a la usada para sacarlo del campo de batalla diez días antes lo llevaron hasta el vehículo que debía trasladarlo al lugar de su velorio.

Méndez salió el último, demasiado dolorido por la muerte del General como para sentir remordimiento por el robo que acababa de cometer. Lentamente se dirigió hacia donde los caballos esperaban ya ensillados, listos para la última escolta del caudillo. La carreta partió traqueteando y  los hombres salieron detrás, con Méndez cerrando la fila. Todos tenían las miradas bajas y los hombros encorvados, y la noche que comenzaba a caer se los fue tragando uno por uno, hasta que ningún sonido ni movimiento perturbó la quietud del campo.

 

Luego de la muerte de Saravia, Méndez prosperó. Se casó, tuvo tres hijos y pudo comprar algunas cuadras de buen campo en el rincón más alejado de Tacuarembó. Hizo algo de fortuna y nunca mencionó, ni siquiera en privado, su pasado de soldado.

También empezó a beber y a jugar, vicios oficiales de la gente de campaña, los únicos de los que hablan abiertamente. Al principio con moderación, luego más y más frecuentemente llegaba a su casa bien entrada la noche, tambaleándose sobre el caballo, a veces con el cinto vacío, a veces con un puñado de billetes arrugado. Nunca, a diferencia de la mayoría de los borrachos, farfulló o murmuró, por más ebrio que estuviera. Su borrachera era silenciosa y fría, y aunque tenía la mirada turbia siempre supo donde estaba. Con el tiempo ganó una merecida fama de hombre violento, y por fin  adquirió la costumbre de desaparecer varios días de su casa para vagabundear cada vez más lejos buscando juego y alcohol, como si no pudiera convencerse de que eran lo mismo en todas partes. Su esposa, asustada, jamás se atrevió a reprocharle sus alejamientos, que a esa altura eran alivios para ella. 

Una noche de domingo Méndez jugaba al monte con varios troperos brasileros en un almacén de un pueblo chico, muy lejos de su casa. No le quedaba plata, ni siquiera reservas. Tenía una mano que no podía perder, y además necesitaba caña para mantener su borrachera. Lo pensó mucho, miró las cartas muchas veces y por fin, parsimoniosamente, sacó de debajo de su camisa una cadena de plata y una cruz.

—¿Cuánto da? —le preguntó al tropero moreno con quien se enfrentaba mano a mano.

 

Arreglaron un precio, el moreno cubrió la apuesta y jugaron. Méndez perdió. El moreno largó una risotada, juntó la plata que estaba sobre la mesa y sostuvo la cruz delante de sus ojos, burlón. Se rió de nuevo y la guardó en un bolsillo. Méndez, sin decir una palabra, salió del almacén, subió al caballo y se fue a pasar la noche junto a una cañada cercana.

Al otro día emprendió el regreso a casa. Llegó como siempre, hosco y en silencio, y su mujer lo trató de la misma manera. La siguiente semana la pasó sobrio y ensimismado, sentado en un tocón junto al rancho, sin dirigirle la palabra a nadie. Su esposa y sus hijos lo evitaban, al igual que los pocos peones. Una mañana se levantó temprano, ensilló el caballo, juntó unas pocas cosas y salió al galope. Nunca volvió, para alivio de muchos.

 

Le llevó varios meses ubicar al moreno, pero lo logró. Fue justo en la frontera, en un bar miserable. El tropero, borracho, casi ni supo de qué le estaba hablando. Luego de mucho discutir y rememorar, pudo a duras penas recordar que de la misma manera que la había ganado la había perdido, jugando contra otro tropero, o a lo mejor un soldado o un comerciante, en algún pueblo del interior de Río Grande. Aunque a lo mejor se acordaba mal y se la había regalado a alguna mujer en Bagé, de la que no retenía ni el nombre.

Méndez se enfureció, hubo gritos, discusiones, y el tropero terminó en el suelo, sangrando por una herida en el vientre de las que no se curan. Méndez salió, subió a su caballo y se internó en Brasil. Nada más se supo de él.

 

En las cercanías de Bagé había una estancia. En esa estancia, lejos del casco, había un montecito junto a una cañada. Y oculto por el monte, junto a la cañada, sobrevivían apenas el techo y las paredes de un rancho, largo tiempo atrás abandonado, donde una tarde de tormenta repentina dos arrieros de paso, de los últimos de su oficio, buscaron refugio. En el rancho, asombrados, encontraron dos pequeños cofres cerrados, casi consumidos por la humedad. Los abrieron, luchando contra las oxidadas bisagras. Uno estaba lleno hasta el tope, otro solo hasta la mitad.

Contenían cruces, cruces de plata, de oro, de bronce, de madera, de piedra, cada una con su cadena, cordón o lazo. Muchas con manchas marrones, resecas de años. Incontables cruces de todo tipo, pero ninguna la correcta.

UN CUENTO DE

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