
Me acabo de poner crema en las manos porque acabo de lavar el piso y me quedó olor a hipoclorito. No me gusta el olor a hipoclorito pero me gusta cómo quedan tres cosas con hipoclorito: los pisos, las copas y el vaso en el que guardo los cepillos de dientes. Tengo dos cepillos: uno para los dientes y otro para la placa neuromiorrelajante a la que simpáticamente llamo “masticable”. La uso cuando duermo sola. Si duermo con alguien la escondo detrás de mis perfumes y al otro día la lavo minuciosamente. Tengo nueve perfumes: dos de Loewe, uno de Channel, uno de Calvin Klein, uno de Jesús del Pozo, dos de Kenzo, uno de Cacharel y uno de Sarah Jessica Parker que es un asco y solo uso los días en los que no ando bien vestida. Necesito por lo menos esta cantidad de perfumes. Me gusta vestirme de diferentes colores y, por ejemplo, el verde no pega con un perfume floral. Tengo una insana costumbre: la de saturar, agotar, exfoliar, exprimir, violar una canción. Cuando una canción pega con cómo me siento le doy play, la escucho, le vuelvo a dar play y la escucho de nuevo. Infinidad de veces. Lo puedo hacer durante una semana entera, parando solo para dormir y trabajar. A veces, se trata de canciones que considero dignas. Entonces pongo links a ellas en mi Facebook. Y me digo, por ejemplo, “no sos tan gris”. Otras veces, se trata de canciones que me avergüenzan. Vuelve que sin ti la vida se me va. Esas no las pongo en el Facebook y a nadie le cuento que las escucho. Las tengo guardadas en una carpeta que se llama “Mati” y digo que son de mi sobrino. Pero no es cierto. Las escucho, me llegan y perfectamente puedo llorar con ellas durante horas. Cuando lo hago, después del ritual, me siento mejor. No le tengo miedo a casi nada. Ni a las calles vacías ni a las caras feas ni a las alturas ni a los ruidos en la madrugada. A los perros, tal vez, un poco. De niña era igual. Me gustaba subirme a los árboles, caerme, lastimarme las rodillas y arrancarme la cascarita. Una vez me tiré desde el segundo piso de una casa y no me pasó nada. En realidad creo que me tiré. No me acuerdo bien pero es muy probable. Va conmigo, con cómo era yo entonces. En ese momento y después también, las nenas me parecían idiotas. Yo quería ser varón y jugaba más con los varones porque las nenas solo querían jugar a las muñecas y a las modelos y hablar de novios y yo decía que era imposible tener novio porque no existían varones que fueran lindos, buenos e inteligentes al mismo tiempo. Entonces no tenía novios. Pero me gustaban algunos. Una vez me enamoré de un príncipe muerto que vi en una revista Hola mientras esperaba que mi padre me pasara a buscar por el club al que me mandaban seis horas por día para no pagar cuidadora. Mi padre y mi madre a veces llegaban tarde y tenía que esperarlos una o dos horas sentada entre señores que leían el diario. Yo no leía el diario. Tenía doce años. No lo entendía y me ensuciaba las manos.
Tanto deporte en mi adolescencia me provocó dos cosas: una necesidad irrefrenable de competir que en algunos ámbitos terminaba en victoria y en otros en la más humillante derrota y un gusto particular por las piruetas en terrenos blandos como las playas y el pasto. Me gusta mucho la naturaleza. No soy tan gris. Me gusta el pasto y me gusta el olor a lluvia. Los relaciono con cosas alegres. Como lo fue mi infancia que tenía mucho pasto y mucha humedad. Nací acá pero debería haber nacido en otro lado. El problema era que donde vivían mis padres no había lugar para nacer. Entonces mi madre vino a parir a Montevideo. Hace poco me enteré de que, el día en que mi madre rompió la bolsa, no se dio cuenta de qué era eso que le estaba sucediendo y un vecino le dijo “señora, está por tener familia”. No odio a ninguna persona pero sí hay cosas que odio. Odio los diminutivos y las abreviaturas. Finde, peli, chichis, tití. Odio que en los títulos de los cuentos, las canciones, los libros o las películas aparezca la palabra “amor”. Cuando era católica no me molestaba. Incluso escribía poemas con la palabra “amor” en el título. Mis padres no los leían pero les decían a todos sus conocidos (amigos no tienen) que yo escribía como Borges porque yo, que de Borges no sabía un sorete pero creía saber, se los había dicho. Esto se parece a Borges. Hoy sigo pensando que es difícil encontrar un hombre bueno, lindo e inteligente. Tampoco es fácil encontrar mujeres así. Generalmente son inteligentes y lindas pero no buenas. A las buenas no les gusto. A los hombres buenos sí pero, como suelen rayar lo idiota, no me seducen en lo más mínimo. Mañana cumplo treinta y un años y creo que acabo de tener una epifanía. Parece que una parte de mí (la del pasto, las piruetas, las canciones) tiene unos diecisiete años y la otra (mis perfumes caros, mi trabajo, mi intolerancia) tiene cerca de cincuenta. Recién me doy cuenta de eso. Pareja no tengo pero cada tanto me acuesto con alguien. El año pasado ese alguien se repitió bastante. Un día me contó que tenía canas en el pubis con esas exactas palabras. Pubis. Tan técnico él. Yo también las tengo y me las arranco con una pinza de cejas cada vez que las veo. Lo conozco hace tiempo. Tuvimos algo con amor y todo allá, por los veinte. Una vez, hace poco, me lo crucé en una esquina. Segregué saliva y todas las imágenes pasaron por mi cabeza. Aquel día en el que, mientras yo fumaba un cigarro y tomaba medio y medio en una copa, él empezó a desvestirme y yo le dije “pará, estoy fumando” y él me dijo “vos seguí fumando” y me pasó la lengua por la bombacha que ya estaba mojadísima y sin protector diario. O aquel día en el que yo, de medias can can negras y ya llegando tarde a la oficina, me arrodillé para practicarle sexo oral al mediodía y salió todo mal y me avergoncé por ver manchas de polvo gris en mis rodillas con medias tan negras. Me gusta pintar. Supe hacerlo bastante bien de niña. Tenía talento, potencial, me hacían tests psicológicos y mi madre decía “tiene cuatro años pero tiene mentalidad de ocho”. Nunca me mandaron a clases de pintura. Podría haber estado bueno. Muchas veces me pongo tonta y preparo todo para pintar pero, en lugar de pintar, me hago una paja atrás de otra y encima mirando Internet. Ni siquiera uso la imaginación. Después me queda la mano acalambrada y el corazón lleno de culpa. Espero que sea por no pintar.
Un cuento del libro Asuntos triviales, Irrupciones Grupo Editor, 2014.